Reconocer el tacto de la luz. Y quedarse

En realidad, tras mucho pensarlo, he concluido que lo que más me gusta de añorarte, lo que hace soportable tu ausencia, es la esperanza de tu vuelta. Me digo que puedo hacerle frente a esta emoción, y sigo.


Subimos al faro como una promesa, fue antes de que atravesaras un cielo para poner con nosotros el árbol de Navidad. 
Hace unas semanas, en Madrid, guardé en mi corazón tus palabras, cuando dijiste “desde que conozco a mi madre, mi madre escribe”. Luego he querido muchas veces ponerte la canción de Silvio Rodríguez, cómo gasto papeles recordándote.


También me has visto por años subir al faro. Llevo nueve años subiéndolo a diario, como una costumbre, necesaria, como una medicina. Creo que te he contado tantas veces esta historia, que en el más desconocido y el más personal de todos los libros de Virginia Woolf, había un niño, James, al que su padre no le permitía poner rumbo al faro porque siempre hubo mal tiempo. Que cuando fue mayor, cumplió su deseo, y fue al faro no como van los barcos buscando la costa, sino hacia el faro mismo. Y yo que siempre te insisto en que el faro no es un destino, sino una dirección, me dejo llevar por las páginas de ‘Al faro’ y convierto contigo el camino conocido en la felicidad misma. “Si muriera ahora, ahora sería más feliz”, dice Clarissa, un personaje de Virginia, para hablar de su alegría.


Hay días que pueden vivirse en un presente pretérito, conjurando ya su recuerdo, conociendo que serán atesorados los momentos en el futuro.


Me preguntas qué tan lejos debes marcharte para saber que estás en casa, y quiero decirte, asegurarte, que dondequiera que tú estés, donde late tu corazón. Pero en vez de eso, te hablo de ‘La isla del tesoro’, de Robert Louis Stevenson, el novelista hijo y nieto de ingenieros de faros, de quiénes él hablaba como si fueran poetas románticos, porque proyectaban sus obras mirando a la naturaleza, ¡la naturaleza era su lenguaje!


Contaba Stevenson en su libro, ‘Mi familia de ingenieros’, que muchas veces observó a su padre contemplar las olas durante horas seguidas, contándolas, anotando cuando retrocedían, cuando rompían. Su función era poder prever lo imprevisible.


Ahora, mientras cuento los pocos días que faltan para que regreses de nuevo a casa, trato de recordar dónde y cuándo leí que los hijos son preguntas que le hacemos al destino, palabras cortas de eco infinito.
Me doy cuenta de que todas las historias no me son suficientes, no puedo decírtelo todo con palabras, lo sabrás porque te amo todos los días. Ni siquiera puedo mostrarte los faros que yo sigo. Deberás reconocer el tacto de la luz del tuyo y quedarte. En casa, hace días, que siempre es Navidad.

Reconocer el tacto de la luz. Y quedarse

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