No importa que sean gobernantes, banqueros, grandes empresarios o casi cualquier tipo de líder o jefe. Quien ostenta el poder casi siempre está rodeado de dos tipos de colaboradores: los pelotas y los corruptos. Son los “cortesanos”, unos sujetos sin escrúpulos que a su vez se convierten en jefes de otros a los que exigen comportamientos semejantes. Por eso no quiero ni imaginar cómo será Mark Rutte con sus subalternos en la OTAN, o los Santos Cerdán y compañía en el PSOE.
La cultura de la adulación explica mensajes tan sonrojantes como el de Rutte a Trump. En el idioma del presidente norteamericano, le “besa el culo” con tal devoción que solo contemplo dos posibilidades: cree que Trump es imbécil y que alabándole sacará algún provecho o el neerlandés esconde algún tipo de perfil psicopatológico que le convierte en cliente potencial de una dominatrix. Aunque el verdadero problema es que la dominatrix sea Trump y su borrachera de poder le anime a seguir manejando el látigo que todo el mundo a sus pies le suplica y aplaude.
De la cultura de la corrupción tenemos tantos ejemplos que casi resulta aburrido, aunque obviamente lo que ocurre alrededor de Pedro Sánchez, por citar los casos más recientes, ilustra a la perfección cómo individuos sin escrúpulos anegan los más altos niveles de decisión sin la menor preparación gracias a ser escogidos por personalidades que necesitan una especie muy particular de “segundos”.
Los corruptos tienen el necesario instinto asesino, son más propensos a cometer irregularidades y menos dados a denunciarlas. Construyen un clima de complicidad y camaradería que, a menudo, se celebra con ritos sexuales. Por lo tanto, no es raro que surjan escándalos de prostitución u otras actitudes machistas que estrechen lazos entre los miembros de la banda.
Los pelotas son más sibilinos. Alimentan el narcisismo del jefe en cuanto detectan esa debilidad y la explotan con halagos tan desmedidos que parece increíble que el halagado no se percate y lo rechace. Pero no. El líder enfermo lo considera lógico porque es superior a todo en la historia de la humanidad. Hasta el “nivel Dios”.
La psicología social ha estudiado este fenómeno y siempre concluye lo mismo: el problema no es tanto el pelota o el corrupto, sino el propio líder. Un sujeto que concentra demasiado poder y que quiere rodearse de personas leales por encima de cualquier otra cosa, aunque esto implique rebasar límites. La sensación de impunidad se extiende entre ellos e incluso acaban racionalizando y justificando su comportamiento con argumentos como “todos lo hacen” o “los demás son peores”.
Desde una visión racional y equilibrada, no hay quien pueda comprender el ascenso de determinados sujetos hasta la posición de líder autoritario, sobre todo cuando no les adornan cualidades carismáticas especiales. En la cumbre todos son guapos, pero antes y sobre todo después, nadie niega que muchos de los “diosecillos” son ridículos, con voces atipladas, gestos histéricos, bigotitos y peinados hilarantes o infantiles reacciones de ira. Sin embargo, llegan al trono. Con su perfil narcisista y su ambición desmedida, seleccionan colaboradores que compartan su visión utilitarista del poder y su escasa moralidad y en ellos se apoyan para ascender y mantenerse en el cargo.
Es fácil comprender al cortesano: obtiene beneficios personales o, como en “Atraco a las tres”, es “un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”. Lo realmente desconcertante es cómo líderes y adláteres logran tanto apoyo, ya sea en unas elecciones generales o municipales, o en pequeños grupos humanos, desde una pandilla adolescente hasta un sindicato, una universidad o una cooperativa. Puede que ellos sean unos psicópatas, pero los demás parecemos idiotas.