La infancia de un libro

Los libros son concebidos con pasión, paridos con dolor, amamantados con amor y educados con cierto rencor hacia ese sistema que los exige libremente atados a una disciplina mercantil que nada tiene que ver con el ser de su esencia. Nadie o casi nadie aspira a escribir rehenes, seres débiles y serviles… Afrenta y empresa imposible en aquellos que aman la literatura al extremo de entregarse a ella en menoscabo de su ego.


Cabe, por tanto, preguntarse, “¿quién es primero, el autor o la literatura?”, y responderse sin titubeos: ella. No podemos obviar que el hombre es en sí mismo el producto creativo de un dictar errático, sin noción en la idea ni concepto en la forma, y que está, como todo ser de esa naturaleza, condenado a narrarse a fin de dotarse de sentido.


No hablo de la voluntad de dios, al ser él el primero de los seres imaginados por el hombre, nacidos de su narración y para ser por él narrado, es decir, su primer personaje. Hablo, por el contrario, de la poética de una voluntad caótica e indiferente que se limita, como he dicho, a narrar el cosmos en una suerte de seres en los que no se encuentra, ni les encuentra sentido, y que son la razón misma de su sinsentido, el de crear por crear en pos de una permanencia que quizá tampoco le sea necesaria ni de su agrado.


Teniendo por origen un exceso y por tutela un personaje, qué nos resta a los hombres sino narrarnos una y otra vez para no creernos “Nunca Jamás”.

La infancia de un libro

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