Los gorriones de Kiev

Dónde habrían de ir presos de sus alas, por el horror, quebradas, cuando el suelo se llena de escombro y sangre, y de fuego el aire. Cuando se ciegan las aceras, el pan se escarcha de metal y perfuma de pólvora, y devora el silencio el estruendo de las bombas. Cuando languidecen los jardines, enmudecen los parques y se abren en los urbanos bosques largas zanjas en las que se entierran hombres sin género ni número, sin cuidado y sin oficio, envueltos, como basura, en negras bolsas de plástico.

Son solo pájaros, me digo, seres que vuelan sin entender y atendiendo solo a sus necesidades, comer, posarse, ser... No debería preocuparme por ellos, lo sé, cuando mueren seres humanos, sin distinción ni atención. Pero sé que en las pupilas y corazones de esos hombres anidan siluetas y vuelos de gorriones, y resuenan en sus oídos, junto a su trino, el monótono eco de su alegre piar. Y que en la metáfora de su alado ser, reconocemos nosotros lo humano del suyo y su inalienable derecho a vivir en paz.

Los gorriones de Kiev, no se irán, tienen las alas quebradas de amor y permanecerán a su lado en la tarea de resistir a esa agresión que rompe sus vidas y les acecha el corazón, con el solo objeto de someterlos por la fuerza de las armas, como sino fuesen seres con alas y almas. Y lo harán para que cuando alguno de ellos los busque angustiado, sepa que están ahí, partisanos de lo cotidiano, entonando un canto de esperanza capaz aún del milagro de volar.

Los gorriones de Kiev

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