A medida que el invierno se fue diluyendo en la excéntrica primavera del 25, el cielo limpio y claro del amanecer fue dando paso a un gris más espeso y asfixiante, más sólido y claustrofóbico. Uno de esos que van con una gota de melancolía y un puñado de tristeza.
Un rato después, el sol hizo acto de presencia con desencanto, sin elevarse demasiado entre los mástiles tintineantes de los veleros del Parrote, y entonces, A Coruña , bajo la pírrica claridad de la mañana, se asemejó al escaparate de un comercio rancio, a una urbe vetusta, desteñida y mal iluminada. Como si alguien hubiese metido la pata a la hora de procesar el carrete en el laboratorio, y los tonos de la película perdiesen la intensidad, la presencia y el contraste necesarios para que la imagen brille con la viveza esperada. Qué sé yo. Ojos y cabeza de fotógrafo.
Permanezco sentado en un banco inaudito y deforme de la explanada del puerto. Un espacio estalinista, gélido, gris, plúmbeo. La colosal lápida de un cementerio.
Los niños, en un parque infantil cercano, chillan como mirlos alborotados, saltan, corren y caen sobre un suelo blando y excesivamente protector. Los observo con desinterés y se me asemejan por momentos a unos simpáticos monos trepando por artilugios extraños y metálicos, supuestos columpios, tal vez diseños propios de una civilización extraterrestre, de una arquitectura encuadrada en un futuro utópico e incomprensible.
A lo largo de un día, un fotógrafo de prensa local puede disparar alrededor de mil fotografías. A una velocidad de obturación media de 1/500 segundos, el trabajo efectivo medido en tiempo, es exactamente de dos segundos. Al mes, el cálculo dice que trabajamos alrededor de un minuto. Está claro que somos unos vagos.
Observo que hay muchas parejas jóvenes de asilvestrado tono caucásico paseando, y grupos de extraños y orondos extranjeros que se desplazan en sillas de ruedas, bicicletas, patinetes o cualquier artilugio que les haga olvidar que muchos de ellos llevan, bajo el trasero, piernas de serie. Se desplazan y deslizan al borde de un mar teñido de gasóleo e impasible como un verdugo. Hay un enorme trasatlántico que se alza ante nosotros como una torre de mil ojos.
Una de esas parejas se detiene a escasos metros y comienza a besarse con la pasión propia de no haber gastado aún demasiado tiempo juntos.
El chico es muy alto, con unos curiosos rizos de color indescifrable, viste como si estuviese a punto de atravesar el desierto para llegar a Áqaba, y abraza a una chica rubia, alta también, y con cara de quemarse la piel si alguien decide encender una bombilla. Ella tienta la belleza, pero no la alcanza. Se deja querer y le devuelve el abrazo con cariño, le corresponde por momentos para después simular que no entra al juego. Escenifican amarse a escasos metros de mí mientras yo bostezo esperando a que algún redactor decida madrugar y encargarme alguna foto que roce la decencia informativa.
La muchacha lleva un pantalón blanco, manchado en una de sus perneras. Probablemente, la cagada de una gaviota. Es imposible que ella se percate. Él en cambio, sí que puede percibirlo, y si lo ha hecho, si de verdad ha visto y ha sido consciente del detalle, no va a comentar nada, lo callará para no disgustarla, para no romper el supuesto hechizo que los envuelve. Estoy a punto de disparar una foto. Porque desde allí, sentado en ese banco frío y deprimente como un techo mohoso, puedo ver ese lamparón, que, como si de una cicatriz se tratase, atraviesa molesta y llamativamente su pierna. Se alejan y él calla, con su brazo peludo y masculino sobre los delicados hombros de la chica, y él enclaustra entre sus labios y para siempre, el primero de los mil engaños más que han de llegar.
Hasta que un día hable, claro. Y lo hará para contar mentiras, mil también, dos mil si es necesario, o quizás para reprochar algo, o para defenderse a la desesperada de otros tantos reproches más. Siempre llega ese momento en el que la imagen de una pareja caminando felizmente a las orillas de un mar silencioso se torna ridícula, impropia y lejana en medio de una discusión que raya más con el asco que con el odio. Las palomas se posan atrevidas entre más y más transeúntes que van y vienen, desgastando sus cuerpos contra el suelo y sus vidas contra el tiempo.
No tengo demasiada prisa, al fin y al cabo es sábado a primera hora, y los sábados a primera hora suelo trabajar esperando por algo, esperando por alguien, esperando una llamada que llega o no. Me pagan, por hacer durante un rato, a lo que se dedica todo el mundo a hacer durante toda una vida. Y un niño gordo como una calabaza se cae de bruces, y rompe a llorar y la madre corre hacia él y yo desvío mi atención a un barco que se aproxima por el horizonte, perseguido por una procesión de gaviotas enfurecidas que parecen pirañas. De vez en cuando se levanta una brisa molesta, húmeda y fría, y hace que la mañana, por un instante tan sólo, me parezca desapacible. Después la brisa cesa y sigo a lo mío. Sin la menor inquietud. Porque a un paso de la última palabra de la historia, estoy seguro de que ya sabéis de lo que estoy hablando.
Supongo.