Otoño

Las caracolas del otoño suenan a melancolía desde el mar a la campiña, desde las tímidas fragas a las despejadas cumbres. Sonrojando viñedos, vistiendo de ámbar las esbeltas copas de los olmos y de marrón, ruiseñor, soutos y carballeiras. Es el quehacer veterano de un tiempo en el que la memoria confunde, amable, los alegres pasos de las estaciones que le preceden con el fin, imposible, de trascender o entender. Qué éramos, qué fuimos…, qué importancia tiene interrogarse sobre aquello que no tiene ya ser en el ser, que no va a ser. Fronda, solo, como la de la naturaleza, y como ella capaz de deslumbrar y alumbrar en un tiempo que, por ser circular como el de los astros que gravitan en el universo, hemos de transitar y dejar atrás. Recordar, solo eso, y así corroborar la triste nueva de una alegría, la de comprobar que poco queda de lo vivido en el ser de la memoria y cuánto por vivir en el cotidiano discurrir de esa continua discordia que es la vida.


Es el otoño, suspiramos, presos de su mansa brisa, llenos los ojos de su tibio sol, amigos de su melancolía y recelosos de su monomanía. La conmoción que arrastra el otoño es más intensa que aquella que canta el verano y susurra la primavera, sin embargo, lo sentimos discurrir calmo en nuestro ánimo, acariciar tierno el rostro y detenerse ceremonioso en nuestros actos, pesares y pensamientos, porque el otoño es un frenesí íntimo e inaplazable, para seguir, digo: para vivir. 

Otoño

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