¿DÓNDE ESTÁ EL CAMBIO?

No hay duda de que todos los partidos políticos emergentes, incluidos los que concurrieron como agrupación –es el caso de las creadas expresamente en las últimas elecciones municipales–, tienen, al margen de sus idearios, un contenido común. La búsqueda de la ruptura del tradicional bipartidismo de este país convirtió una sola palabra –cambio– en el escueto pero contundente, y también ambiguo en lo que concierne a su significado, término más identificativo de cuanto se derivó de las últimas convocatorias electorales. Contraposición al continuismo, rechazo contundente al inmovilismo, castigo a la corrupción –venga de quien venga–, búsqueda de un nuevo argumentario capaz de modificar el escenario único sobre el que ha bailado la política de este país desde la Transición, renovación, ruptura –no necesariamente la territorial– y cuanto adjetivo se pueda aplicar a cuanto conlleve la necesaria regeneración de un horizonte en el que –las cosas de la vida– los únicos colores parecían ser el azul y el rojo. Cambio es, en cualquier caso, un término que invita a la mejora y a lo positivo, aunque también a lo desconocido. Pero es, siempre, una palabra de tal contundencia que, se diga o no, forme parte del mensaje publicitario o no aparezca en éste, remite a un compromiso que va mucho más allá de todo cuanto antes se hubiese conocido, políticamente hablando. Por esta misma razón, tal compromiso obliga a un mayor empeño en demostrar que es posible realizarlo y que, sobre todo, se ha de verificar –al menos en un razonable espacio de tiempo– que tal mensaje era el apropiado por que en la práctica se haya demostrado que aquél se ha, en efecto, verificado. 
El cambio no puede, ni debe, estar sujeto a la improvisación, sobre todo teniendo en cuenta lo evidente, que éste no se ha basado en otra búsqueda del poder como única referencia, ya que entonces no tendría su justa dimensión sino la de la simple alternancia, término muy lejano al de mera alternativa. Se cambia para demostrar que las cosas se pueden hacer de otro modo pero, especialmente, que eso es viable y que la responsabilidad de asumir la demanda de las urnas pasa inequívocamente por secundar su dictado. Es bajo esa promesa donde se cobijan las nuevas expectativas, todavía por demostrar, de una nueva clase política que no es ajena a ningún partido, como bien se ha visto en las voces disonantes que han cuestionado tanto el liderazgo de las principales formaciones como las de las emergentes. Lo vemos en el PP, lo vemos en el PSOE e incluso en Podemos en el momento en que el papel de sus líderes son cuestionados en aspectos de sobrado calado social como es el de la ya citada corrupción, pero también –y esto llama la atención más que cualquier otra cosa– en relación con actitudes más propias de otras épocas que de la tan presumida ruptura con actitudes inmovilistas, verdadera fuente de inspiración de ese “cambio”. Pero, ¿dónde está el cambio? No es necesario dilucidar la cuestión en referencia al panorama nacional –del que tanto queda por hablar– sino del más cercano. Dónde está el cambio, sin ir más lejos, en Ferrol, continúa siendo un interrogante, incluso a estas alturas, de incógnita respuesta. Tal vez, a un votante de ese “cambio” tan solo le quede hoy por gritar: ¡¡¡reaccionen ya!!! O lo que es lo mismo: hagan algo. Algo que diga, aunque sea con voz apagada, que algo ha cambiado.

¿DÓNDE ESTÁ EL CAMBIO?

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