Los vendedores ilegales invaden A Sardiñeira a pesar de la Policía Local

Los vendedores ilegales invaden A Sardiñeira a pesar de la Policía Local
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Como todos los martes, el mercadillo de A Sardiñeira abrió ayer sus puertas por la mañana temprano y los vendedores expusieron en sus tenderetes su variada oferta de ropa y zapatillas.
Sin embargo, hace ya semanas que la rutina se ha visto alterada por las obras de la nueva escuela infantil, que obligaron a redistribuir todos los puestos, con gran disgusto por parte de los vendedores.
Desde entonces, el dispositivo de la Policía Local que vigila el mercadillo pasa la jornada entre las quejas de los dueños de los tenderetes y las carreras de los ilegales que se apuestan cerca de la acera para vender mercancía en mal estado. En solo unas horas, los agentes confiscaron 30 grandes bultos: suficiente para llenar un camión de Cespa.  
“Esto es una invasión”, confiesa el inspector Velilla, al mando del dispositivo formado por siete agentes. El Ayuntamiento lleva   tiempo luchando contra la venta callejera y aunque en muchos casos ha tenido éxito, como en el de los vendedores de CD o los que ofrecen pañuelos de papel en los semáforos, los que acuden al mercadillo de A Sardiñeira resultan más persistentes. En cuanto los policías desaparecen hacia el centro del mercadillo, vuelven a desplegar sus mantas a la entrada, entre los coches y el camino embarrado que lleva al aparcamiento donde se instalan los tenderetes. Lo que venden es sobre todo basura: ropa muy vieja y en mal estado, que no se molestan en limpiar. Zapatos desgastados y juguetes rotos. Sin embargo, nunca faltan clientes que se acerquen a curiosear y comprar.
“Se pelean por cosas como esas. No lo entiendo”, asegura el inspector, mientras señala un puñado de muñecas abandonadas sobre el césped que le miran atónitas. Por un precio entre 50 céntimos y un euro los clientes pueden llevarse de todo. Mejor ellos que los policías, que acuden a incautárseles la mercancía. Todos tratan de cerrar la próxima venta y salir corriendo antes de que el agente municipal llegue y les confisque el hatillo. Si se van, están a salvo, porque en el mercadillo hay una ley no escrita: nada de persecuciones.
“Estamos haciendo esto a cada minuto, pero no puedo pedirle a los policías que comiencen una persecución, porque con la gente que hay alguien puede resultar derribado y hacerse daño”, explica el inspector al mando. Así que todo consiste en recoger el hatillo y estar a una distancia prudencial para cuando aparece el agente de la autoridad que pone el pie en la manta para impedir que la cierre.
Después de practicarse tantas veces, acaba pareciendo una especie de juego. “Una vez perseguí a una mujer por la ronda de Outeiro. Cada vez que yo me paraba, se paraba ella”, recuerda el inspector mientras confisca un nuevo hatillo. El rumano al que acaba de arrebatar la mercancía insiste en llevársela y el policía tiene que ordenarle que la deje ahí. El resto de los vendedores ilegales aguardan entre los coches, indecisos sobre si deben marcharse, así que el inspector pide refuerzos. Un minuto después, un coche patrulla rueda lentamente desde el mercadillo.
 
más quejas
Pero lo cierto es que la tranquilidad tampoco reina entre los vendedores con licencia municipal.   Por una parte, algunos están molestos por la presencia de vendedores ilegales. Una mujer comenta que “es imposible; no podemos pagar los impuestos y las licencias y luego vienen estos y venden todo el rato”. Mientras que otros aseguran que no les afecta porque los artículos que ofrecen son de tan mala calidad que sus clientes no los comprarían. Están bastante más molestos contra el Ayuntamiento.
 Pero como únicos representantes de la autoridad municipal que están presentes durante todo el día en el mercadillo son los policías locales los que tienen que escuchar las constantes quejas de los placeros por el cambio de localización de sus puestos, mientras miran de reojo intentando localizar a vendedores ilegales que solo esperan un descuido para abrir su hatillo y volver a los negocios.
“El problema no es el espacio, hay de sobra”, insisten los policías. Sobre todo ayer: el tiempo era tan desapacible como el humor y llovía a ratos. Combinado con el frío y el viento, no fue un buen día para el mercadillo, así que habían acudido pocos vendedores, pero la explanada es suficiente para acogerles incluso cuando hay lleno completo, puesto que un campo de juegos de cemento anexo se habilitó con ese fin.
El malestar surgió por la forma en la que se redistribuyeron los puestos: en vez de limitarse a llevar a los vendedores afectados por las obras al campo de juego de cemento, en el Ayuntamiento se les ocurrió que sería mejor instalarlos en las plazas de los que no habían sido afectados, y a estos en las nuevas plazas. El resultado es que unos están resentidos porque otros ocupen los puestos en los que habían vendido durante años.
Alguno amenaza con plantarse con la furgoneta en la plaza de María Pita, porque cree que la nueva ubicación le quita clientes. Una mujer sugiere a los agentes que corten el tráfico para que puedan instalarse en O Vioño. El policía en cuestión asiente con aire cansado y echa mano del humor negro, el único que se estila en el cuerpo municipal: “No se preocupe, señora, si quiere ahora mismo le corto la ronda de Outeiro”. “Esos no son modos”, replica la mujer.

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