La pirola de Eirís

estaba el sábado tan tranquila en casa viendo “Solo asesinatos en el edificio” después de comer cuando todo empezó. Una tos al principio ligera, luego insidiosa. Unos escalofríos de película de terror. No les di demasiada importancia. Luego un subidón de temperatura. “Cómo viene de intensa la decadencia de la zona ovárica esta temporada”, pensé. La edad no perdona.


Por la noche me dispuse a dormir, ahuequé las almohadas, abrí las ventanas (hacía todavía más calor que por la tarde, lo cual es raro en Coruña) y empecé a dar vueltas. No había forma de dormir. La tos, que al principio era ligera, fue aumentando en intensidad. Me incorporé y busqué a mí alrededor un pañuelo blanco como el de La Dama de las Camelias, dispuesta a languidecer en mi salón decadente y teñirlo del rojo sangre de la consunción mientras bebía champán francés hasta caer en un grito final de angustia. Pero en casa no había champán francés, solo una botella de sidra El Gaitero al fondo de la alacena que quedaba de las navidades pasadas, como un fantasma de Dickens. Me conformé con revolver en el botiquín hasta encontrar el amable Paracetamol, nuestro bálsamo de Fierabrás en ausencia del antigripal de las Fuerzas Armadas.


Vueltas y vueltas, tos, la frente ardía. La última vez que tuve fiebre fue con la Gripe A, aquella famosa que solo tuvimos cuatro freaks y que me llevó a mandar mails a todos mis amigos despidiéndome de la vida como Cavaradossi en el último acto de Tosca. Sudaba como el de “Aterriza como puedas” pero yo, erre que erre, culpaba de todo el asunto al climaterio.


Dormí malamente una hora. Me desperté con la cabeza como un bombo, la nariz tapada, la tos de buhardilla parisina, los ojos lagrimosos, la fiebre de buhardilla parisina también, pero sin buhardilla ni París. Ahí la rubia empezó a espabilar y se dijo: esto es un catarrazo como un templo de grande. Agarré la aplicación del Sergas y pillé vez para el doctor. Tengo suerte y encuentro cita el martes.


Otro Paracetamol. Baja un poco la fiebre. Yo, que tengo una temperatura habitual de 35,8 con 37,8 veo guapo a Rubiales. Leo en Twitter que a las nuevas variantes del virus les llaman Pirola y Eris o algo así. Me carcajeo.


Me arrastro hacia mi ambulatorio y rebusco entre el laberinto de salas en las que están los médicos sustituyendo a los titulares de vacaciones. Ahora ya no dices ¿quién es el último? porque metes la tarjeta y te dan el número que luego sale en el panel. Al fin llega el turno. Entro en la consulta con la mascarilla puesta de aquella manera y la doctora, una señora jovial, me manda sentar.


¿Qué le pasa? Oye mi voz de tenor muerto. “Pues que tengo un trancazo importante”. Apriétese la mascarilla que se le escapan los bichos por los laterales.  No sé si lo habría dicho mejor Arsenio en el medio de un partido, así que me apreté la mascarilla como si fuese un astronauta en un planeta desconocido.


Vaya a la enfermera ahora mismo.


Allá que fui a la enfermera, otra señora muy agradable que al verme también se puso el símbolo de poder sobre los virus. La enfermera sacó un palo bien largo como espada de luz purificadora y me lo incrustó en los senos nasales retorciendo con saña. ¿Es la primera vez?  Y la última, pensé. Una vez y nada más, Santo Tomás. Positivo en coronavirus. Váyase a casa ya recibirá instrucciones.


De camino a casa me llama la doctora en funciones. Voz lamentosa. “¡Ay que nos van a volver a confinar a todos y mascarilla obligatoria!”


Yo: ¿Por qué me está llamando alguien desde el 2020? ¿Es esto un Déjà vu o algo por la fiebre? “Bueno, ahora a aislarse en una habitación con la mascarilla, y menos mal que sales en las estadísticas. La de gente que habrá por ahí con la (pirola) sin salir”.


Yo escucho todo eso con los ojos haciendo rolos en las órbitas. “Oiga, por cierto… ¿para la fiebre y la tos y todo eso, que para eso he venido al médico?” “Pues te receto un jarabe, codeína y paracetamol”.


(Pero si esa es la medicación para un resfriado común, ¿no? ¿no?)


“Bueno, y el viernes vuelta al trabajo, que la baja por Covid son cuatro días”. Y me volví a casa rumiando todo el delirio que acababa de vivir. El médico no te atiende ni ausculta, te llama por teléfono, te manda aislarte y a los dos días se obra el milagro de la Pirola de Eirís. El viernes volví al trabajo porque de forma mágica yo ya aparecía en las estadísticas y San  Roque, patrón de las pandemias, me curó la tos, me bajó la fiebre y me devolvió las ganas locas de beberme una Estrella fría. Moraleja: a los médicos no hay que entenderlos, hay que quererlos. 

La pirola de Eirís

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