Reportaje | La felicidad Bonilla no es más que agua, harina y sal con aceite del bueno

Reportaje | La felicidad Bonilla 
no es más que agua, harina y sal con aceite del bueno
César Bonilla posa con sus empleados y una bandeja de churros en el local que abrió en 1958 | patricia g. fraga

Contaban ayer en Bonilla que los tienen que son de raza esporádica y acuden en días puntuales, pero que la mayoría de sus clientes de A Galera acuden a la misma hora. Se sientan delante de la mesa metálica “x” y esperan por su ración de churros. Fieles. Todos los figurantes de esta película tienen un nombre y una historia detrás, igual que los más de 50 que trabajan en la fábrica de Arteixo y que César conoce uno a uno.
Él es la tercera generación de una familia que puso el chocolate a remover en Venezuela y se hizo con cafeterías a la orilla del Nervión. El germen de todo tuvo lugar allí, en el único de los seis locales con barco azul que respeta el pasado de barra de madera noble y doble piso. Dice el patrón que en estos 60 años que llevan abiertos hubo averías, pero que su receta de los churros y las patatas es la misma que usa para su vida: “Levantarse feliz”.

Al principio, el local era de planta única y César tenía que escapar porque la gente llegaba hasta la cocina, pero aún cuando tuvo que reformar el bajo, se trasladaron con una cafetera y cuatro cosas a uno de la calle Real por eso de que si se frena, “pierdes la inercia y cuesta arrancar otra vez”.
Así que César decidió aplicar esta teoría a su propia biografía. Fue un adelantado en los estudios, de la primera promoción de la Escuela Náutica. Para examinarse, “mi madre me hizo unos bombachos” porque hasta ese momento iba de corto. Cuando habla de su barco de madera se le abren los ojos. También le brillan al asegurar que los que se suicidan en cacao no llevan más que agua, harina y sal, “e aceite do bo, pero algo terá a auga cando a bendicen”.
El caso es que los Bonilla siguieron las pautas que marcó el chocolate exprés del 30 hasta hoy. No hay más secreto que el sudor. De los años en que César madrugaba para coger “as pedras boas de carbón” en la fábrica de gas de la calle Sol.
Después llegó la electricidad y los Bonilla se hicieron con freidoras llegadas desde Bilbao, “con una resistencia de kilowatios que no fue suficiente” porque “el churro al caer enfría mucho el aceite”.
Hubo que encargarlas especiales para que el manjar saliese en su punto. Y salió. Tanto que en el ejercicio de 2015 facturaron más de seis millones de euros, los que salen de poner a freír 700.000 churros y más 37.000 kilos de patatas que hacen “chas” en la boca de españoles y también de ingleses, franceses, italianos, estadounidenses, panameños y coreanos, los últimos en sumarse a las exportaciones de la marca y donde al parecer causan furor.

Los churros y la navegación
Al patrón le gusta lo que hace, un trabajo que solo abandona cuando toca coger el barco. Recuerda que en el 72 salió con un velero de A Coruña y llegó con sus “colegas” hasta Inglaterra: “Nos dieron por perdidos”, pero en medio de la nada se cruzaron con un pesquero: “Nos dieron cinco merluzas y 60 litros de gasoil”.
Por este tipo de cosas, valora la vida y no hay día que no acuda al polígono de Sabón. Su coche no necesita GPS, tampoco su cabeza. César lo recuerda todo. Allí, entre patatas y masa de harina se siente a gusto al ver que la factoría que montó en los 80 y nació en forma de kiosco en Ferrol sigue echando humo de noche para que a nadie le falte una taza a un plato pegado por la mañana.
Y es que antes de A Galera se instalaron en el Orzán y antes, su abuelo Salvador despachó churros y cerveza en la ciudad departamental: “Cómese moito churro en A Coruña”.
Lo dicen las cifras y los que entran a diario a por su dosis. Azucarada o no. En un local que ayer condecoró a sus incondicionales con tres de esos que salen de la freidora con el aceite justo porque para eso tienen aparatos fabricados a medida: “Non cambiaremos”. Palabra de patrón.

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