Almudena esperanzada

La brisa da cuerda a la otoñal arboleda, a su sereno pulso cada árbol se torna reloj en espera, y en cada instante de su delicado soplo cae una hoja, como en la esfera un segundo. Luego, una y otra se demoran, y pasan minutos, quizá horas, sin que nada se conmueva, es como si todo fuese en ellas permanencia. Titilan todas, leves y pacíficas, como respira un ser débil y enfermo, pero no exento de belleza, sin embargo, no caen, se mantienen asidas a las ramas por ese romo vinculo que a ellas anuda con sutil delicadeza.


Rota la tregua, por misteriosa voluntad de un ser invisible, se desprende una y, como un gemido, danza, melancólica y desmayada, en el aire, hasta tocar el suelo, donde yace atenta aún a la brisa que arriba la mecía y ahora solo la estremece, llenándola de un hálito de existencia impropio de su delicadeza. Hay en ese instante en ella un algo de agónica tristeza, rasgo que me lleva a rehuir la mirada y dejarla sola, pero sin alcanzar a olvidarla.


Es una hoja muerta, me digo, pero su resistencia lo niega, sé que desea volver junto a su rama, atarse a ella y ganar con ella el rabioso verde con que grano el fruto y la ternura de un nido.


La tierra, alzada en verde, la sostiene, en el amarillo de su ser, con dulce indiferencia, no la retiene, solo la sostiene, ira con ella allí donde ella vaya, para desvelarle, cuando el pálido gris la alcance, el secreto laberinto de la raíz y en él el camino hacia la rama.

Almudena esperanzada

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