Nos llevamos la palma

Se conmueve la tierra, se agrieta y alza, se duele, pero no por nosotros. Llora, grita, y sus lágrimas y lamentos atruenan el aire y le abrasan el rostro, pero tampoco es por ellos por quienes se duele, ni por lo que se duele. No sabemos por qué ni por quién, pero se duele.


Disponemos, eso sí, de una justificación científica, de una vasta literatura sobre el fenómeno, nada escapa a nuestro saber, pero por qué no sabemos consolarla, por qué no podemos ir hasta ella y acariciarla, y calmarla, y hacerle saber que la amamos hasta el extremo de morirnos de ternura por ella. No podemos porque ella no obedece a razón alguna, y eso entre nosotros no es razón, sino sinrazón, brutalidad, vesania, pero no lo es, es algo tan viejo y remoto como lo es la vida. No hemos olvidado de eso, de que vivimos, de que somos seres vivos, claves de lo peor y lo mejor según la apetencia de esas fuerzas tan a flor de piel y tan lejos del alma.


“El principio es el agua” afirmó Tales, no dijo semen, tampoco orina y, menos aún, saliva, nosotros sí, y en esa afirmación se fundamenta la soberbia de perder la noción de la vida, de no ser capaces de entender que nos enfrentamos a ella. Lo fue y es con el virus y lo es ahora con el volcán.


No obstante, hemos avanzado, un guardia civil portando una cabra lo corrobora, quizá, ni eso, y la cabra sea solo rehén de la vieja melancolía de creernos superiores en todos los órdenes e inmensos en los desórdenes.

Nos llevamos la palma

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