Calderilla y cardenillo

Amenudo nos devanamos los sesos intentando explicar el épico deterioro ético de nuestros gobernantes en las tareas que le son propias y también en las impropias. Recurrimos en ese afán a la psicología, filosofía, teología, antropología, teosofía y otra ciencias populares que hablan pestes de la naturaleza humana y también de la divina. Nos hacemos cruces y rayas tratando de dar respuesta a esa voracidad sin límites, a ese descaro sin atisbo de recato, a esa desfachatez propia de muralla China. Deseamos entenderlos para no maldecirlos, acaso para no dar pábulo a la necesidad de finiquitarlos en lo laboral. Queremos y tenemos que creer en ellos porque son el sostén de lo mejor de todos, nuestro único común digno de alabanza y sano orgullo: la democracia. Pero cuesta hacerlo, por eso esa necesidad de indagar en su naturaleza una vez se encaraman en el cargo.


En la idea de resolver el enigma he llegado a la conclusión, como en una revelación, de que actúan así porque son calderilla, moneda de uso común, metal de baja calidad que circula de mano en mano lleno de cardenillo y mugre. Sí, eso son, chatarra que va tintineando por la vida y que un día deja de sonar a mil demonios para ser papel moneda; plástico fino y troquelado, al final, en un mundo donde el dinero se cuenta por millones, y por miles de millones se gasta, sin noción de otra chatarra que esa que son en la tarea de dilapidarlo con el desparpajo propio de nuevos ricos.

Calderilla y cardenillo

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