Una ministra en la frontera

En su visita a Cúcuta, la ministra de Exteriores española, Arancha González Laya, se situó en la frontera, pero no tanto en la que separa Colombia y Venezuela, como en la que nunca debe traspasar un diplomático extranjero en el campo minado de dos naciones enfrentadas. O dicho de otro modo: la ministra no tenía ninguna necesidad de proporcionar munición al régimen de Nicolás Maduro, ni al otro.


Todos sabemos quién es, cómo es y de qué va Maduro, menos, al parecer, González Laya. También sabemos cómo es su régimen y qué clase de bloqueos y sanciones internacionales lo alimentan, salvo, igualmente, nuestra ministra. En Cúcuta, como en otros puntos de aquella frontera, se arraciman los venezolanos que huyen de la miseria, los abusos y la violencia que genera en su país un régimen dictatorial y estúpido encabezado por un badulaque, pero, por eso mismo, más práctico sería que el gobierno español se volcara diplomáticamente en la búsqueda de escenarios favorables a un cambio, a una solución, a una mejoría cuando menos, que no andar alineándose con el “enemigo” exterior que Maduro precisa para mantenerse.


La función de España en Latinoamérica no puede ser otra, tanto por los vínculos como por las limitaciones, que la del patrocinio de la cooperación y las concordia entre sus naciones, algunas de las cuales, vecinas como en el caso que nos ocupa, se llevan a matar, como tantas veces ocurre entre los hermanos. Se trata de un conflicto en diversos planos, y una canciller española no puede ignorar, como aparenta, que el de los refugiados venezolanos en Colombia, el de los fugitivos del hambre y del maltrato, es el único que enfrenta a los dos países, piezas ambos de un complejo juego político, económico y estratégico en el tablero internacional, y, concretamente, en el avispero del “patio de atrás”.


Los pies de plomo con que la diplomacia de nuestro país debe andar por esos caminos no parece tenerlos González Laya, sino pies desaconsejablemente ligeros para esas trochas y esas quebradas. Decía Wilde que nada es pecado, salvo la ligereza, y la ministra ha venido a confirmarlo con su frívola e impensada aparición en aquella frontera. 

Una ministra en la frontera

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