OTEGI Y LA EMPATÍA

Los periodistas, siempre que tenemos ocasión, somos fans acérrimos de debatir sobre la eterna disyuntiva deontológica: ¿entrevistarías a un terrorista? Es una de las cuestiones que generan más controversia entre la profesión y no faltan quienes defienden una u otra postura, con importantes argumentos en ambos casos. Por un lado, están quienes consideran que dar voz a los terroristas, a los asesinos en serie o a los violadores hace que su mensaje pueda ser escuchado en su propia voz y, de esa manera, nos llegue de la mejor forma posible, justificado y dulcificado, además de correr el riesgo de que la audiencia utilice esa empatía de la que carecen los psicópatas y acabe comprendiendo, de alguna forma, los actos que cometió esa persona. Por el otro, están quienes defienden que la libertad de expresión manda y que un profesional está siempre obligado a dar cualquiera de las posibles versiones, que todas las voces deben ser escuchadas y que, si no lo hiciéramos, nos faltarían datos para comprender la historia de manera global.
Sinceramente, no resulta fácil elegir entre una de estas dos posturas. Jordi Évole optó por entrevistar a Arnaldo Otegi en su programa, “Salvados”, del pasado domingo, no sin sufrir todo tipo de críticas y también insultos. Algunos de ellos antes incluso de que se emitiera para poder hablar con conocimiento de causa. Se podrá estar de acuerdo o no en la pertinencia de la entrevista desde el punto de vista deontológico o en cómo se desarrolló pero nadie puede negar que el contenido resultó muy interesante y, desde luego, revelador. 
Hay algunas circunstancias que permiten que esta entrevista sea ahora más sencilla que aquella que hizo Évole a este mismo personaje hace siete años. El clima político es más tranquilo, al menos en lo que al País Vasco se refiere, y, sobre todo, ETA ya no coloca féretros como punto y aparte en los documentos de negociación. Los muertos, sin embargo, siguen ahí, al igual que el dolor que causó durante muchos años la banda terrorista ETA. En honor a la verdad, hay que decir que esa parte no la olvidó Évole, que salpimentó las preguntas con el testimonio de varias víctimas, que mostró a su entrevistado. La conclusión es que, por mucho que se intente, resulta difícil sentir empatía por alguien que tuvo que esperar a que muriera su madre para empezar a comprender, solo un poquito, parte del dolor que causó la banda terrorista. Solo hay una diferencia: perder a un ser querido por enfermedad o porque es ley de vida es duro, pero desde luego no es comparable a que sea asesinado en aras de una supuesta libertad o de unas ideas más o menos aceptables. El candidato de EH Bildu no tiene pelos en la lengua –“Voy a ser el lehendakari más peligroso para los intereses del Estado”, admitió recientemente– y tuvo margen para explayarse todo lo que quiso y más, aunque algunas cuestiones sean imposibles de entender, por mucha predisposición que se tenga. Todo el mundo recuerda en dónde estaba cuando se enteró de la muerte de Miguel Ángel Blanco. Cuando expiró el fatídico plazo, la mayoría estaba pendiente de la radio o del televisor pero –vaya, vaya– Otegi estaba en la playa.  

OTEGI Y LA EMPATÍA

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