¡Mi acera, ya!

Unos piden centros cívicos, otros bibliotecas, aquellos carriles bicis, estos lugares de esparcimiento para sus perros y mascotas, los más alejados pistas donde correr con patines y monopatines… Sin olvidar cuantos indeterminantemente solicitan ubicaciones públicas –además de los recintos ya construidos– al objeto de practicar cualquier deporte… Yo, muy modestamente, invocando la contraprestación de mis tributos locales, solicito a mis representantes la construcción de una acera peatonal para desplazarse y pasear con área aneja donde refugiarme, pues vivo amenazado por un totum revolotum que pone en peligro mi integridad física.
Reclamo mi jurisdicción territorial garantizada por el Estado de Derecho. No estoy para correr ni para sobresaltos. Como cuando te rebasa un ciclista lanzado a toda velocidad o te trastabilla un muchacho cimbreando su monopatín, elástico sobre la tabla y con gorra yanqui calada al revés para testimoniar su odio al Tío Sam, pero siguiéndolo en todo. Quizá estoy pasado de órbita y los achuchones y sustos amenazan mi débil corazón. Algo como el nasciturus ese al que todos combaten cual si en su debilidad fuera el mismo Hitler redivivo.
Por eso reclamo la implantación de mi acera peatonal. No se trata de instar la huelga o defender mi derecho de reunión. Pretendo que los hombres de María Pita me hagan caso sin llegar a las airadas reclamaciones  burgalesas, azuzadas por violentos profesionales que han dejado la huella de sus pezuñas en el campo urbano asegurando con Atila que donde su corcel pone el pie no vuelve a crecer la hierba o, más cruel todavía, el PNV pidiendo por los presos etarras del brazo de Sortu, versión coloquial del sanguinario Stalin que había profetizando que cuando los caballos rusos llegasen al Rhin solo se detendrían el tiempo necesario para abrevar…

¡Mi acera, ya!

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