Otra España

España parecía ser otro país. Acostumbrados a la bronca perpetua y la descalificación  del adversario, durante unas horas la clase política parecía otra. La muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba había conmocionado a quienes en vida le quisieron y también a quienes le combatieron políticamente con extremada y recíproca dureza. Desde el Más Allá, el desaparecido habrá observado con no poca ironía tan inusual concierto confirmando aquel decir suyo de cuando dejó la política tras perder las elecciones según el cual en España se entierra muy bien a lo muertos. Porque cuando están vivos hacen sombra y cuando se van dejan que corra el escalafón.

La personalidad de quien lo fue casi todo en la política daba para lo que hemos visto y es bueno que por unas horas un país se reconcilie consigo mismo dejando la política a un lado para recordar que en esta vida todos estamos de paso. La pena es que horas después la campana retenida de la campaña electoral ha vuelto a su tañido habitual para recordarnos que este es el solar aquél por el que deambulaba errante la sombra de Caín.

Si la política no fuera tantas veces una trifulca tribal artificial organizada por quienes se ofrecen a resolver los problemas que ellos mismos crean, España sería otro país. Tolerante, cooperativo, próximo al acuerdo y renuente a la bronca. Por desgracia no va por ahí nuestra historia. Somos el resultado de una pelea secular interminable que con cada generación parece renovarse sin saber bien por qué. En ninguna parte está escrito que tenemos que andar siempre a la greña en una confrontación política que desgasta a quienes la promueven y no mejora a quienes la suscriben por razones partidistas. 

Si todo lo que en vida dijeron de Rubalcaba sus adversarios hubiera sido verdad el acto de homenaje y reconciliación al que hemos asistido no habría sido posible. Habría que incluir en ese capítulo de excesos a los que conduce la política algunas de las cosas que el propio Rubalcaba dijo en vida señalando a sus adversarios. El caso es que por unas horas hemos visto cambiados a los actores del retablo político. Cambiados por la muerte que todo lo zanja o tal vez porque por una vez en el silencio del velatorio unos y otros, todos, han podido reflexionar acerca de la banalidad de la mayor parte de las disputas en las que andan enzarzados. Parecía, ya digo, que era otro país, otra España la que se asomaba a los telediarios.

Otra España

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