Peras de Lleida

Uno ve las imágenes de los radicales en las calles de Barcelona, las llamas, las piedras, los escaparates reventados y se alegra de vivir en otra esquina del mapa. Luego sale a la calle y descubre que el desvarío está a dos portales de distancia. Y un martes cualquiera un tipo con el que puede que nos hayamos cruzado cientos de veces sin prestarle atención, un vecino más, agrede a la encargada de una frutería por vender peras de Lleida.

Un loco, es lo primero que se piensa entonces. Un energúmeno que lo mismo se toma a pecho el desafío soberanista que se enzarza en un bar por un penalti.  Y se comenta en el trabajo, en parte, en busca de reafirmación de que es un caso excepcional y vergonzoso. Entonces alguien responde que está de acuerdo en que pegar a la tendera es una barbaridad, pero que tampoco compraría las peras de Lleida. Y se activa una alarma. Pequeña, casi imperceptible. Pero que una vez instalada no se puede ignorar. Sin saber cómo, se encuentra uno siendo testigo de una conversación ajena en la que se habla de tachar Cataluña como destino de vacaciones ahora y para siempre. Y una conocida comenta que ha guardado bajo siete llaves un colgante de cierta empresa familiar surgida en Manresa. Y un cuñado dice que en su casa esta Navidad no entra el cava.

Así se entera uno, la alarma a estas alturas lanzando destellos y sonando ensordecedora, de que la semilla del separatismo está arraigando más allá de las fronteras catalanas. Se da cuenta de que el bloqueo comercial se hace ya a nivel popular. Indiscriminado e injusto. Y le entra antojo de peras de Lleida.

Peras de Lleida

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