Crónica de una denuncia

Me pareció vislumbrar, en el largo del verde atuendo del prado, un magnífico trébol de cuatro hojas, presagio de buen hado. Me preocupó que alguno del nutrido grupo lo hubiese avistado. Necesitaba ese golpe de suerte para una suerte de runas sin junturas con las que enjugar lo neutro de mi fortuna. No parecía que lo hubiesen hecho, pero cómo saberlo, no era un trébol al uso sino en el desuso un descomunal ejemplar, imposible que pasase desapercibido, sin embargo, ninguno parecía darse por enterado, pese a que lo hacíamos desordenados en el tedioso orden de la cola de entrada a una ermita sin santo, excavada por un pastor aburrido en la roca viva de un montículo muerto. Una maravilla perdida en un remoto paraje de la España vaciada, llena hoy hasta el hartazgo por mor de esa monomanía de verlo todo, de no dejar nada sin ver. Ver, eso era, como yo en la distancia aquel trébol. Tenía que ir hasta él, cortarlo y guardarlo con mimo en el interior del cuaderno de notas. Pero si me movía perdía mi lugar en la fila y con él la oportunidad de la visita. La situación era crítica, o la suerte de ver o la ilusión recién avistada. No lo pensé, necesitaba ese soplo de fortuna, corrí tenso, temiendo la competencia, para descubrir que no era trébol sino mascarilla con él decorada, la deseche de una patada y me fui prado abajo sin reparar que no llevaba por aliento el desaliento de esa suerte recién ordenada. La Guardia Civil me esperaba.

Crónica de una denuncia

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