Alberto García-Alix

Alberto García-Alix trae al Kiosko Alfonso algo más, mucho más que fotografías; trae “la épica de una derrota”; trae los rostros de los antihéroes que caminan por la calle con sus sueños vencidos o machacados; trae los “nuncas” y los “jamases” de quienes esperan la felicidad; y trae sus propios ojos angustiados, aterrados  ante el espectáculo del dolor Y esos ojos miran con piedad, atraviesan el silencio del cielo, se hunden entre los retorcidos enramajes de la tierra, otean las lejanías camino del Gólgota, registran los mensajes anónimos escritos en las paredes del presente, lloran ante el propio muro de las lamentaciones y se alzan hacia las torres de la catedral gótica, en pos del vuelo de las aves; a veces, van más a ras de tierra, tras el sexo y sus tristes ceremonias.
A García Alix ya no le basta con la imagen y la funde con la palabra; o, mejor dicho, sabe que ambas caminan juntas, y que “ no hay nada que no haga visible la palabra”; por eso cuenta la historia interior de cada personaje o cada escena, para que lo invisible aflore y el verbo nazca de nuevo y acerque los ojos al infinito. Extrae de su alma a su payaso escondido, a su funámbulo circense que se balancea” en un alambre sonoro de palabras”, para mostrar el “latido hipnotizado de este febril circo”, este teatro del mundo donde representamos nuestro drama particular o contribuimos al de los otros. A veces, su mirada se fuga por las duras perspectivas de  los rascacielos de cemento donde se entierran tantas historias, tantos besos fallidos.
Resonancias, ausencias, fragmentos de instantes, tiempo congelado; vagabundeo por las islas con Conrad; viaje al fin de la noche, a la lucidez más extrema, con Louis Ferdinand Céline.Y al final, un astro lejanísimo entre nubes, una luminaria sola y perdida en el espacio, una estela de luz en las inmensidades marinas.
García-Alix siente con la metafísica de los desterrados, de los expulsados del Edén, de los que pisan el exilio y por eso quiere dar testimonio de que son los “pecadores”, los heridos, los que aceptan su humanidad, y no los sepulcros blanqueados, los que desesperadamente anhelan el retorno al “Paraíso de los creyentes”. Crudamente los muestra al desnudo, sin maquillaje, a veces en su cruda fealdad, o en su dura circunstancia, como se muestra a si mismo con la nariz de Pinocho creciéndole, “porque su delito llevaba escrito en la lengua”, es decir, en la falacia, en la mentira. Liminal, sin maquillajes, ni edulcoradas y fingidas bellezas, es esta fotografía suya que de algún modo profundo e ineludible nos alude.

Alberto García-Alix

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