Luz de verano

no hay estación que mejor caracterice lo colectivo y que más exalte lo común que la de esas estivales jornadas en las que los hombres nos echamos a la calle sin otro atuendo que la ansiedad a que impele la urgencia de vivir bajo el rudo designio de su luz; mano abierta que nada esconde y en toda talla con el sutil cincel de la sombra. 
Lejos de ese tenue velo no hay tregua para otra ternura que no sea la de la juventud, luminoso don que en el verano de nuestra efímera existencia nos permite igualarnos a él y a él entregarnos. 
Para los otoñales seres y los invernales talantes, no deja de ser por ello una magnífica oportunidad de solearnos desde las reñidas costas a las solitarias montañas. En el verano todo es joven por favor de su febril naturaleza, capaz de florecer corazones y paisajes con la alegría de sus mejores intenciones, convocar a hombres y geografías en una extraña fraternidad capaz, como he dicho, de hacer de nosotros seres sociales dispuestos a ocupar y compartir espacios sin guardar a penas distancias y sin ignorarnos más allá de las sanas taras con que las singularidades nos aquejan y las insanas bondades que las voluntades tejen para mundanos fines y groseras intendencias, las propias, es cierto, que impone la supervivencia animal y ordena la suficiencia social.
En verano, todo el mundo se bueno y quien no lo es pierde visibilidad bajo el peso de esa luz que al igual que todo lo revela, ntodo lo esconde. 

Luz de verano

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