Esplín

disfrazarse para no ser un disfraz, esa es la magia del carnaval; en el fondo, vestirse para desnudarse y también desnudarse para vestirse, ser en el ser de aquello en lo que te disfrazas para poder hacer lo que harías tú si fueses él, y lo que haría él siendo tú. No ser para ser, eso es, como lo es cualquiera vestido de un día cualquiera de su vida. Una tragedia existencial, al fin, que se consuma a ritmo de samba, en una genialidad solo al alcance de la infinita pereza que arrastra ese pegadizo ritmo.
Una fiesta, poco más que eso, a la que llenamos de simbolismo para que trascienda el ritmo y sea capaz de definir enmascaradas identidades y ocultar desnudas singularidades.
Además, estar alegres sin más no está bien visto, es más, resulta insultante, otra cosa es que no estés en tus cabales o hayas cebado la jovial expresión de ese estado con un trago o estrago de naturaleza química. Se ríe como un tonto, dicen del ebrio los sobrios, y nos complacemos en ello porque eso es lo normal y también la norma.
Se podía pensar que no me gusta el carnaval, pero no es eso, es que no creo en él, quizá, no merezca ese esfuerzo y atención porque disfrazados vamos a otras fiestas y disfrazamos de continuo nuestras amarguras para que parezcan dulzuras. Así es, y lo sé, pero no quiero disfrazar mi disgusto frente a ese algo que tiene y es capaz de arrastrarme a esta profunda tristeza, y no, no es la samba, ni tampoco la pereza…

Esplín

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