Nuestros muertos

Las 17 personas fallecidas por el coronavirus en España hasta el momento de escribir éstas líneas, todas ellas de avanzada edad, algunas rondando los cien años, habían sobrevivido a todas las añagazas y penalidades del siglo XX y del primer quinto del XXI, y les ha venido a derribar ésta mierda de virus. El siroco del “sálvese quien pueda” que empieza a soplar sobre nosotros según avanza y se extiende imparable la epidemia es un viento humano, demasiado humano, que deja algo torcidas las conciencias: nadie desea el mal a nadie, se asiste con tristeza y turbación al creciente número de muertos, pero tranquiliza en el fondo, allí donde habita el instinto de supervivencia, que éstos se corresponden con ancianos, como si sus vidas se hubieran dado hace tiempo por amortizadas o como si fueran menos vidas que las nuestras. El anexo de las “patologías previas” endosado a la víctimas no viene sino a remachar esa idea, como si a los 80 o a los 90 años pudiera existir alguien intacto por dentro como un párvulo.
La elemental verdad de que ninguna de esas personas, pese a la edad y a las patologías previas, habría fallecido de no mediar la puñalada microscópica y letal del Covid-19, no empece el carácter brutalmente balsámico de esa percepción, la de que el virus sólo mata a los viejos. Es estadísticamente cierto que no suele consumar el homicidio en aquellos que, como los niños y los jóvenes, conservan en perfecto estado de revista sus organismos y en actividad plena sus funciones, y que se ensaña, cobarde y oportunista como sólo puede ser un virus y algunos seres humanos, con los cuerpos gastados, pero tan cierto como eso es que todas las vidas, mientras lo son, tienen el mismo valor independientemente del calendario.
Alguno de esos 17 compatriotas vino al mundo cuando por los barrancos del Rif corría a chorros la sangre de miles de soldaditos españoles, otros se espantaron, siendo niños, con las bombas de la Guerra Civil, otros a punto estuvieron, como tantos, de perecer de hambre, pena y frío en la posguerra, y todos vivieron, en mayor o menor medida, lo que les deparó la historia: inundaciones, incendios, terremotos, enfermedades, pérdida de seres queridos y toda la clase de inclemencias inherentes a la vida. Tenían, cuando rindieron el pendón en la asepsia de una UCI, entre 70 y 100 años de edad, tenían nombre, apellidos, rostro, alma o conciencia (a elegir), identidad, domicilio, hijos, nietos, biznietos en algún caso, habían sobrevivido a casi un siglo de trabajos y fatigas en un sitio tan complicado como España, y ahora les ha venido a derribar ésta mierda de virus. Descansen en paz. Descansen.

Nuestros muertos

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