Enigmas domésticos

Fernando de Rojas tiene una reflexión que me viene al dedo para iniciar mi columna: “Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan mozo que hoy no pudiese morir”. Lo mismito que el verbo jubilar y el sustantivo júbilo. Parecen vías paralelas de ferrocarril y difieren ostensiblemente. El primero define el momento que por edad o enfermedad te retiran de circulación con derecho a cobrar pensión y el segundo expresa alegría muy intensa, gozo explosivo. Así al despertarme todos los días- tras comprobar ausencia de achaques- dudo si debo sentirme feliz por no ir a trabajar o tristísimo por las fuerzas que escapan de mi cuerpo. Sentimiento de inutilidad o certeza para disfrutar de mis hijos, nietos, amigos y el solecito que anima mis paseos.
¿Cementerio de elefantes, reserva india, museo de antigüedades para no estorbar? ¿O luchar denodadamente cual si fuera a vivir mil años? ¿Aprender una cosa más antes que llegue la esperada inesperada? Lo malo de esta última opción es que soy un tipo tan torpe que ni siquiera se arreglar unos plomos de la instalación eléctrica y buscar los canales de televisión son para mí ecuaciones diferenciales. Imaginen las tributaciones en el tiempo que vivo. Ni ordenadores, ni intervenir un mail, ni distraerme con el más sencillo play. Nada de nada. Ni tan siquiera esos artículos del supermercado con apertura fácil. Para mí constituyen suplicios misteriosos sean leche, zumo, detergente o fresh de enjuague bucal…Riánse de los enigmas planteados por la ninfa Esfinge- hermana de Cerbero, el can de los infiernos- a Edipo para adjudicarle el trono de Tebas y casarse- aunque él lo ignorara- con su madre Yocasta de la que tuvo cuatro hijos, los gemelos Etéocles y Polinices, y las chicas Antígona primero y después Ismere; todos a la vez hijos y hermanos. ¿Pero a quién van a preocupar estos chismes familiares, salvo a algún doctor Freud escapado del psicoanálisis.

Enigmas domésticos

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