FACHADAS

Arreglamos lo exterior y descuidamos lo íntimo, algo que no es extraño a cualquier ámbito de nuestra vida. Cuidamos así la imagen, pulimos sentimientos y estados de ánimos con tal de que el reflejo de lo expuesto disimule todo interior, aun a costa de que lo que nos rodea nos inunde. Lo ajeno marca más que lo propio y nos dejamos llevar, casi arrastrar, por lo lejano. Hay otras murallas que derribar en esta ciudad que las que nos impiden ver el mar, accesible siempre desde infinidad de lugares, pero el estado dominante es el de la imposibilidad.

Por eso nos ocultamos con demasiada frecuencia tras las líneas de las fachadas, pese a lo que ocultan, o nos embarcamos en proyectos excesivos, basados casi exclusivamente en la imagen, en la fatuidad de fuegos de artificio que nos circundan, pero que arrasan en buena parte con nuestra esencia. Pintamos paredes, pero no arreglamos cimientos y las calles alientan buena parte de esta desesperación tan característica que incluso la consideramos propia y hasta exclusiva.

Demasiadas individualidades han sustraído a la ciudad de lo básico y la pierden en meras balanzas de exceso y derroche, más fruto de la improvisación y de los titulares, del oportunismo, que de la razón. Tal vez de ahí la sensación de no avanzar, de permanecer estancados, de abordar lo efímero como elemento sustancial de la huida, pese a los numerosos y persistentes intentos por sobrepasar las fachadas.

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