Dilema sofístico

Una cordial, equilibrada o inteligente madre me reprocha mi última crítica sobre “El testamento de María”, de Colm Toíbin, representada con enorme éxito en el teatro de Rosalía de Castro. Pese a tus comentarios loables, dice, echo en falta más pasión. Creo –añade– que relato tan sobrecogedor –madre afligida ante la corrupción de su hijo Jesús por amigos que lo arrastran hasta el ignominioso suplicio– humaniza la ternura y el coraje femenino de una criatura que hoy deberíamos colocar en otra hornacina distinta a la tradicional. 
Seguro que mi sagaz lectora tiene razón. Sin embargo, yo tampoco puedo sustraerme a las creencias donde fui educado. Se que la fe se tiene  o no y en manera alguna puede comprarse… Pero la teatral María arrancada muy fielmente del relato de Colm Toíbin –pagana, ceñuda y resentida– no es la María que me ha acompañado a lo largo de mi vida –“esclava del Señor”, “hágase en mí según Tu palabra” o quien inspiró la piedad de Miguel Ángel–. El novelista irlandés –magnífico, original, novedoso– describe concienzuda y primorosamente una nostálgica madre judía en la que yo no creo ni amo.
Esta situación escénica y mi fidelidad personal no pueden ser sometidas a un dilema sofístico forzándome a elegir entre una y otra. O si acaso, como entendía Píndaro, ser capaz de defender una cosa y la contraria según me interese. Tal, por ejemplo, el ave enjaulada que ataca los conejos portados en un saco. O cuando la protagonista afirma que “la memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos”.
Nueva claridad para enfocar el problema. Dar mayor intensidad a la llama del quinqué. Sufrimiento necesario para salvar a la humanidad. Ahora todo es silencio y blasámica luz menguante. El mundo se ha distendido, como una mujer que antes de acostarse deja su cabello suelto... Mi María sigue meciendo mi cuna.

Dilema sofístico

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