LA ESPAÑA QUE SE VA

La muerte en el término de muy pocos días de dos personalidades como Emilio Botín e Isidoro Álvarez ha supuesto un fuerte golpe para la no muy poblada nómina de grandes empresarios. A pesar de la edad, los dos se encontraban en pleno ejercicio al frente de sus respectivas organizaciones. Y los dos tenían preparada la sucesión, de forma que ésta se ha producido con rapidez, sin aparentes traumas y dejando el negocio en manos de quienes lo conocen desde hace algún tiempo.
Del presidente del Santander se ha dicho ya a estas alturas casi todo. Y casi todo laudatorio hasta el extremo, aunque su perfil, como el de todo hombre público de primera fila durante tantos años, tan próximo siempre al poder fuese cual fuese, y presente no sólo en el mundo de la economía y las finanzas, sino también en tantos y tantos otros ámbitos, ofrezca, sí, sus evidentes luces, pero al tiempo sus inevitables sombras.  
De Isidoro Álvarez se han señalado bastante menos cosas. Primero, porque era una personalidad de mucho menor perfil público. Y segundo, porque el sector de los grandes almacenes en que desarrolló su actividad está muy alejado de los efluvios del poder que tanto contagian al sector bancario. Sin embargo, la notoriedad de la marca –El Corte Inglés– en la que estuvo implicado a los largo de los últimos cuarenta años cubre con creces el déficit que pudiera presentar su biografía personal.
El nuevo paisaje empresarial –sin uno y otro personaje– ha venido a sumarse a otros escenarios y a configurar lo que algunos han llamado “la España que se va”. Con la desaparición de Adolfo Suárez y la abdicación del rey Juan Carlos, la élite dirigente ha conocido en los últimos meses una serie de relevos en cascada.   
Relevos de distinto nivel y causalidad, entre los que habría que incluir  los de Pérez Rubalcaba al frente del socialismo hispano; del defraudador fiscal confeso Jordi Pujol, y del cardenal arzobispo de Madrid, Rouco Varela, que durante un cuarto de siglo ha sido la voz viva y la presencia firme de la Iglesia española en la descristianizada sociedad de nuestros días.
Todo ello ha acentuado la sensación de fin de ciclo que se ha instalado en la vida pública española. La idea de una segunda Transición –se ha dicho con acierto– ha cobrado fuerza bajo la presión de una amenaza territorial rupturista, también presente en la primera.  
No me cuento entre quienes piensan que todo tiempo pasado fue mejor. Ni mucho menos. Pero cierto es que la tarea de los nuevos relevos habrá de ser más esforzada. Porque los objetivos a los que dirigir el país son mucho menos claros, lineales y consensuables que entonces.

LA ESPAÑA QUE SE VA

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