Antonio Murado, en la galería Vilaseco

Para acoger la obra más reciente de Antonio Murado, la galería Vilaseco ha convertido su espacio en un “Apartamento”, lo más parecido al salón de una vivienda, con el fin de que sus cuadros se reconozcan en un espacio íntimo, de reposo, propicio para establecer con ellos un diálogo demorado y en silencio.
Es también la manera de tender puentes entre el acto creativo, surgido de las pulsiones interiores del artista, y la función posterior de la obra, casi siempre ajena al motivo que la produjo; pero el vínculo queda establecido y ese recinto cerrado y familiar de la casa, se convierte en lugar de contemplación que permite que entren territorios de un imaginario, que -como el de Murado- gusta de ir hacia la ilimitada frontera de lo imposible.
Propone así una reflexión, casi metafísica, sobre la relación que se estable entre el arte con su carga de trascendencia y los objetos que nos rodean cuya función es puramente utilitaria. De hecho, tanto el montaje como las doce imágenes que ha elegido para ilustrar algunas de sus motivaciones presentan otras tantas antítesis, como la oposición arte-artesanía, refinamiento-tosquedad, arte de lo solemne y arte de lo lúdico o banal, valor y precio, original y copia, belleza y fealdad, rigor intelectual y fantasía, oficio e inspiración, etc.
Todas estas contradicciones son para él sólo de grado y, en realidad, se complementan y se auxilian mutuamente, la diferencia estriba tan sólo en la meta espiritual alcanzada. Ser artista supone un compromiso total, una inmersión de todo el ser en el misterio. De esa inmersión habla la obra de Murado y especialmente esta última, inspirada en el alucinante viaje del capitán Acab tras la inapresable ballena blanca; para ello hizo de su estudio camarote y empezaron a salir esas alucinantes y vacías soledades verde mar, inmensidades de silencio apenas alumbradas por una y lejana luz, parajes de lo indecible, en los que de pronto se materializa la enorme y fantasmagórica presencia de un indefinible y blanquecino ser, que, emergiendo de las esmeraldinas vastedades, apunta hacia un desdibujado horizonte perdido entre brumosas luminiscencias. Lo que persigue el artista es algo muy semejante a la titánica búsqueda del capitán Acab por los mares ignotos, es en realidad el enfrentamiento con el propio destino, cuyo término es siempre un más allá; de hecho, la última muestra de Murado, en 2013, se titulaba Alén, (Más allá), y tanto entonces como ahora, su obra habla de presentimientos y de ausencias , de ese algo que roza las fronteras de lo inasible, de lo que permanece oculto tras las incitaciones de la intangible luz. Enfrentado a ese misterio el ser humano es siempre “...un capitán pequeniño que suca mares insondables:/ O Capitán Acab e a balea, entre a néboa das maliaxes / esculcando efixies polos ceos de chumbo e gris de payne /.../ namentras máis e máis a balea ou o simulacro se van esfarelando/ e ata as mesmas augas comenzan a se esfiañar en fume/ polas perdidas extensións” - como escribí en el libro “O Santuario intocable”.

 

 

Antonio Murado, en la galería Vilaseco

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