¡Pobre Alfie Evans!

Rezo en especial por sus padres, mientras Dios Padre lo acoge en su abrazo de ternura. Profundamente conmovido, así se expresó el papa Francisco al conocer la noticia de la muerte en un hospital de Liverpool de Alfie Evans, el niño de 23 meses de edad afectado por una rara enfermedad neurodegenerativa. A esas horas centenares de globos azules se alzaban sobre el cielo del centro sanitario en señal de despedida del pequeño y de solidaridad para con sus progenitores.
Los padres habían perdido la batalla médica y judicial por agotar todas las posibilidades de salvar la vida de su hijo. No pretendían nada temerario ni irracional. Solicitaban poder trasladarlo a Roma en avión medicalizado para ser atendido en el prestigioso hospital del Niño Jesús, gestionado por el Vaticano. Allí tenía ya todo un equipo dispuesto a profundizar en el diagnóstico y en eventuales remedios alternativos. Es decir, en agotar todas las posibilidades, sin caer en encarnizamientos terapéuticos.
Para los médicos de Liverpool, sin embargo, seguir con los cuidados paliativos era “cruel, injusto e inhumano”. A causa de la para ellos irreversible enfermedad, Alfie había perdido la capacidad de ver, oler o responder al tacto. En consecuencia, decidieron suprimir el soporte vital al que permanecía conectado.
Pensaban que moriría en pocos minutos, aunque luego continuó viviendo cinco días más. Y habida cuenta de que la Justicia británica considera predominante el criterio médico, después de una agria batalla legal y en aras de un supuesto mejor interés del menor, prohibió el traslado a la capital italiana. Como mucho, autorizó a llevarle a casa a morir, donde encontraría “la paz, tranquilidad y privacidad” necesarias.
Aunque el caso no ha tenido aquí relevancia mediática a la vista del escaso interés que despiertan las cuestiones bioéticas y la defensa de la vida, en otros ámbitos ha vuelto de ponerse sobre la mesa la cuestión clave: quién debe decidir el mejor interés del menor.
Ya el año pasado también en las islas se dio una situación parecida: la del pequeño Charlie Gard, cuando la poca flexibilidad de unos médicos empeñados en que su apreciación era la única posible, la posterior judicialización del procedimiento y la ideologización del caso hicieron que la voz de los padres, los más interesados en que se actuara en bien del niño, no fuese valorada como debiera.
No se pretende que la voz de la familia haya de ser determinante, pero sí que sea más tenida en cuenta, sobre todo a la vista del excesivo intervencionismo público y de la suplantación injustificada de la patria potestad que en trances tan delicados y sensibles se observa.
Quienes así se manifiestan entienden asimismo que la cercanía emocional de los padres, que difícilmente igualará el médico por muy sensible que sea, es también garantía de que el interés del menor estará por encima de todo.

¡Pobre Alfie Evans!

Te puede interesar