Momento Preysler en bikini

Horror. Analizando con lupa las fotografías de Isabel Preysler en bikini, no puedo por menos que meterme bajo la sombrilla, envolverme en el pareo y esperar a que se pase el berrinche que me he llevado al comparar su cuerpo con el mío o con el de cualquier otra de las mortales que pasean por la playa. Sé que son muchas las personas que se estarán preguntando: ¿Habrá hecho Isabel algún pacto con el diablo? Conociéndola, no lo creo: simplemente es una privilegiada, por más que el fotógrafo de la revista le haya borrado un poquito de aquí y otro de allá, pero hay una fotografía en la que se la ve caminando de espaldas, por los jardines del hotel de las Maldivas donde ha pasado parte de sus vacaciones con Vargas Llosa, en bikini y chanclas, luciendo un trasero que ya lo quisieran muchas de 18. Prietas las carnes, levantadito el culo y caminando a toda prisa.
Habrá quien diga que eso es producto de las muchas horas que pasa en el gimnasio, de las operaciones, de comer poco y selecto, pudiera ser, pero quienes la vemos con frecuencia sabemos que hay partes del cuerpo en las que es difícil ocultar la edad: rodillas, codos, y manos. Las rodillas y los codos porque es en esas partes a las que casi nadie presta atención, donde se hacen unos pliegues que son difíciles de disimular o de quitar y, en las manos, porque salen unas manchas que delatan los años. Todo lo contrario que en el rostro, donde se ha hecho algunos retoques y se nota. Quizá si engordase unos kilos estaría mejor, pero eso es rizar el rizo y, porque yo firmaba para estar como ella.
A Isabel le favorece que es filipina, y las filipinas son unas privilegiadas. Conozco una que cuando sale con su marido, parece su nieta y habrá pasado ya los 50. Las españolas, en cambio, estamos hechas de otra pasta, genética pura. No todas, claro está, porque las hay estilizadas, rubias, de catálogo, pero la mayoría o culo o cara, y eso marca. Por cierto, que ahora la pareja está en Marbella. Me cruzo todos los días con Vargas Llosa por el paseo marítimo. De ahí que cada verano me ocurra lo mismo, para mí es un suplicio enfrentarme al espejo a la vuelta de vacaciones. ¿Por qué? Porque son 30 días bebiendo y comiendo a placer, sin pensar que a la vuelta el precio que voy a pagar es altísimo. He engordado tres kilos que logré quitarme antes de hacer la maleta y salir disparada para Marbella.
Quitarme esos tres kilos me costó un dineral y un enorme sacrificio porque el mejor régimen es cerrar la boca, y yo en vacaciones no estoy dispuesta a hacerlo, de manera que en septiembre de cabeza al instituto de belleza cada semana. Que levante la mano quien sea capaz de sentarse en un chiringuito y no pedir unos boquerones fritos, unos calamares rebozados, un buen tazón de pescado adobado, unos espetos, incluso unos huevos fritos con patatas de aquellos que hacía mi abuela y que están para chuparse los dedos Yo, desde luego no.

 

 

Momento Preysler en bikini

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