Siberia

Hay cosas que le dejan a uno frío, y cosas que le dejan a uno helado, pero una misma cosa puede dejar, dependiendo de a quién, frío y helado. La situación de los refugiados en campamentos improvisados, o al raso, las olas glaciales que azotan Europa, nos deja helado el corazón en nuestra impotencia para remediarla, pero más helado nos lo deja que esa situación inhumana les deje fríos a nuestros gobiernos.
Nuestro frío es otra cosa, salvo el que padecen aquellos que se ha dado en llamar “pobres energéticos”, que tanto se parece al de los refugiados, y más ahora, que las eléctricas y las gasísticas han aprovechado la ola siberiana para cobrar el calor de los radiadores a precio de oro. Salvo para ellos, unos cuantos cientos de miles de españoles, nuestro frío es otra cosa: materia para el sensacionalismo en los boletines meteorológicos de los noticiarios y para el trueque de instantáneas bellísimas en las redes sociales.
Nuestro frío, el frío de los que vamos abrigados y nos espera una casa caliente, es otra cosa. Es cierto que los diez grados bajo cero que registra el termómetro son los grados del termómetro, en tanto que los nuestros, menos veinte, son los de la sensación térmica, que son los reales, los que padecemos, pero también lo es que este frío no es el mismo, sino muy inferior que el de los que nada tienen.
Se llama ola siberiana a lo que antes se llamaba invierno, y todo se puebla de bellas imágenes de playas nevadas o de catedrales difuminadas por la ventisca, pero la Siberia de verdad está en el alma de los que condenan a morir, de frío o de lo que sea, a sus semejantes.

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