La guerra de los deberes

El trabajo de los niños es estudiar, instruirse, hacer acopio de conocimientos, prepararse para la vida futura, y su lugar de trabajo, es el colegio. Justo y razonable parece, pues, que cuando concluye su jornada laboral, salgan del taller.  Lamentablemente, en España, esa jornada de aprendizaje se alarga hasta el delirio, privando a los niños de lo mejor de su irrepetible edad: jugar, correr, enredar, idear, relacionarse o no hacer nada sin sentimiento de culpa.
Tarde ha llegado la corriente, tan común en los países civilizados, de poner en solfa el castigo de los deberes en casa. Pero ha llegado. Y la reacción se ha sublevado contra la dicha corriente y ha montado una guerra donde solo debiera haber reflexión y debate. No entiende la reacción que los deberes, esa suerte de horas extras sin remunerar que extienden su territorio hasta la hora de acostarse, son, por lo general, muchos y malos.
La cuestión es esa, que son muchos y malos. Porque una cosa es invitar al niño a indagar sobre lo aprendido en clase, a buscar en la realidad conexiones con lo estudiado, a leer algún tebeo o algún libro relacionado con las materias académicas, o a ver algún documental o alguna película que contenga algún mimbre del cesto del saber, y otra, muy distinta, propinarle páginas y páginas, ejercicios y problemas, para su monda memorización, que es lo que habitualmente se hace. La guerra de los deberes, pues, está servida, y uno, aunque contrario a toda guerra, querría, ya que está aquí, que la ganen los que desean que los niños disfruten plenamente de su infancia, lo que no es incompatible, sino antes al contrario, con su educación.  

La guerra de los deberes

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