Un mosquito en febrero

En la noche del veintisiete al veintiocho de febrero, un mosquito se coló en mi dormitorio y me mordió entre la segunda y primera falange del dedo anular, y en la parte izquierda del cuello, cercana a la mandíbula. Digo mordió, aunque estoy al tanto de que los mosquitos pican, al aplicar su aguijón, pero este, debido a su ardorosa juventud, mordía con auténtica fiereza.

Como hace ya más de medio siglo que pasé la adolescencia, debo de confesar que nunca, en todos los años en que gracias al doctor Bufalá y otros médicos sigo molestando a unos pocos enemigos, me había encontrado con la vicisitud de luchar contra un mosquito a finales del mes de febrero, y cabría añadir que tampoco durante el mes de marzo y el mes de abril. 

Es decir, que lo del cambio climático no es un invento de esas Casandras y esos Tiresias que anuncian la llegada de un Sáhara en la meseta de Castilla y León, sino una evidencia ante la que no caben ni los más mínimos disimulos.

No soy nada fundamentalista, y tengo información de que la última etapa glacial tuvo lugar unos 10.000 años antes del nacimiento de Jesucristo, y que, desde entonces, vivimos en un periodos interglacial. 

La retirada de los hielos no fue debida al efecto invernadero de los automóviles provocado por la combustión de sus motores –porque no teníamos automóviles–, ni al consumo de nitrógeno en la agricultura –porque la agricultura era rudimentaria–, ni tampoco a la masiva flatulencia de las vacas y herbívoros domésticos, que expelen metano en sus frecuentes ventosidades. 

Sin embargo, reconocerán ustedes conmigo que un mosquito a finales de febrero puede que no signifique la ruina inmediata de las estaciones de esquí, pero algo grave está pasando, aunque los secesionistas de Cataluña se crean que eso ellos lo neutralizan con un referéndum.

Un mosquito en febrero

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