TODOS PUROS, NINGÚN CÍNICO

Los futbolistas cambian de equipo. No cambian la chaqueta, pero cambian la camiseta, y lo primero que dicen el día de la presentación es que, desde la más tierna infancia, habían soñado con jugar con este equipo en el que está ahora. Dijo exactamente lo mismo en el anterior, sin que suscite ningún reproche de la antigua afición, que le ha aplaudido y le ha ovacionado en el campo.
Los hombres y las mujeres juran amor eterno a sus parejas, aseguran que quieren vivir con ellas hasta que la muerte les separe, pero algunas de estas uniones tan llenas de futuro se rompen a la vuelta del viaje de novios. Al cabo del tiempo, él o ella nos presenta a la nueva pareja con la que va a estar unido hasta que la muerte les separe, etcétera. Y nadie les reprocha nada.
Algo semejante sucede con los altos ejecutivos que sudan la camiseta de la empresa, le entregan su tiempo y sus saberes, emplean toda clase de ardides para hundir a la odiada competencia, hasta que, un buen día, la odiada competencia les ofrece un contrato con mejores condiciones y se pasan al enemigo sin que nadie les llame traidores.
No es que yo me vaya a convertir en defensor de Irene Lozano, a la que hace mucho tiempo que no veo, y que me imagino que desdeñaría una defensa mía.
Desde luego, me encuentro entre los que no se hubieran trasladado de tren en un cambio de agujas, pero por motivos estéticos que, en ocasiones, pueden ser más incómodos que los éticos.
Me asombra la enorme cantidad de puros que hay en nuestro país, el inmenso porcentaje de ciudadanos que nunca cambiaron de empresa, de equipo, de pareja, de periódico o de restaurante. España es un país lleno de leales. Y, de repente, hemos encontrado que hay una persona que nos redime porque ha osado hacer lo que un inocente como yo ve que se lleva a cabo, todos los días, en todos los ámbitos.  

TODOS PUROS, NINGÚN CÍNICO

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