Yunque y carne

Hazte oír, nos dicen. Cómo no, nos encanta. Solo duele a quienes tienen que hacerlo, pero esos son un aparte, como aparte son los niños transexuales que miran pasar ese autobús entre “abusón y acusica”, que va repitiendo, “los niños tienen pene y las niñas vulva, que no te engañen”. Como si ellos no lo supiesen. Como si esa amarga disociación fuese capricho de padres y colectivos y no la natural consecuencia de una naturaleza desatada en esa contradicción, que solo a ellos ofende y solo es de verdad maldita lejos de ellos, allí donde los sienten como un insulto, como una aberración, como algo que se ha de corregir en origen.
¿Qué sentido tiene prevenir al niño de lo que es al margen de su voluntad? ¿En que lo cura, en que lo socorre?
Son ellos los que deberían hacerse oír por un psiquiatra, porque lo suyo sí es una enfermedad, la de querer sanar todo lo que les ofende sin ofensa, todo lo que les irrita sin razón, todo lo que los provoca sin desafío, todo lo que no soportan. Porque no son ellos en la rectitud de una moral, que creen heredada de lo divino, y que les lleva a desoír la divinidad de esos seres capaces de discutirse en el género y bregarse en el número, generando esperanza en un mundo donde uno y otro son fuente de continuo conflicto y continua vulneración de los derechos de uno en los del otro.
La maldad del yunque es la reiteración en el golpe. La bondad de la carne la rebeldía en el gemido.

Yunque y carne

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