Tánatos

araónicos tanatorios ocupan amplias parcelas en los fantasmales polígonos industriales. Allí, escoltados por sucios talleres, olvidadas naves y enflaquecidos almacenes, se yerguen ellos, amplios y luminosos, como fanales de esperanza, sobre los derruidos pueblos que los nutren de la materia prima que demanda la muerte y enriquece a los multinacionales de las exequias.
Se podría pensar que somos un pueblo respetuoso con los muertos, pero no es cierto, somos solo presuntuosos arquitectos de panteones, pésimos enterradores y acérrimos defensores de ilustres deudos. Cada uno tiene su tirano muerto y su magnífico panteón que defender y honrar, a los vivos que les den. Si quieren comer que vayan a pedir trabajo a los negocios de los vacíos polígonos y si no lo encuentran, que se hagan emprendedores, planten la suya en uno de esos parvularios de empresas que en ellos se asientan y si más tarde les va bien, que la trasladen a otros polígonos en ruinas, para escoltar, como se debe, a los magníficos tanatorios municipales.
Es por esta insana obsesión por la que los humildes muertos, esos sobre los que se levanta catedralicia la infamia de tiranos, verdugos y leguleyos, se pudren en las cunetas o en anónimos cementerios de provincias a la espera de memoria, justicia y dignidad.
Días atrás desenterraron a Franco para enterrarlo en el Pardo; los demás, todos en barbecho y sin haber pisado en vida un tanatorio de prosperidad.

Tánatos

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