Gorrión

¿Por qué agonizan los gorriones?, se pregunta J. Millás, en la ternura de un artículo en el que los describe, por dentro y por fuera, como los elementales instrumentos musicales que son.
Esa alegre castañuela que va llenando de ritmo nuestros pasos y besos, en el pellizco de su revoloteo. Y también esa flauta rota que pía de tristeza nuestras tardes de melancolía, adornando de pena nuestras penas y de dulce angustia nuestro afligido ser.
Y ahora, dice Millás, que se mueren, que se nos están muriendo. Y lo lees y lo sientes como si te dijesen que se está muriendo ese amigo al que nunca tuviste el gusto de saludar, pero con el que has compartido tantas y tantas cosas desde la emoción. El gorrión y yo, puede afirmar cualquier niño de esos que lo son y también de los que ya no lo son.
La culpa de la mortandad no está clara, sin embargo, los expertos señalan un ciento de causas que guardan en su naturaleza esa maldad.
Yo entiendo que les faltan aires y trigos. Y tejas y en ellas “cuartelillo”. Y árboles y tendederos. Y gallinas y gallineros. Y plazas y meriendas. Y les sobran: gases y grasas, harinas y azúcares, barbitúricos y antibióticos, venenos y antídotos…
Pero si por morir mueren, y por alguna causa han de morir, lo justo y poético es imaginar que la culpa la tiene la estupidez, esa mugre intelectual y material que va sepultando al hombre, y que ellos, angelicales picadores, se afanan y agotan queriéndolo desenterrar.

Gorrión

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