Eternidad y temeridad

El hombre occidental se ha embarcado de la mano de la industria cosmética, alimentaria y demás filiales del bienestar, en una alocada carrera propia de hombres sin cabeza, la de constituirse en eternas deidades sin otra utilidad, oficio o cometido concreto que el de perpetuarse por los siglos de los siglos.
No me voy a preguntar qué pensamiento es ese que nos lleva a creernos necesarios en el discurrir del tiempo, y no lo voy a hacer porque si pensásemos no lo haríamos. Es más, entiendo que buscaríamos ser efímeros. Es decir, que cuando más nos limitaríamos, como lo hacen lo demás seres, a defender con arrojo y nobleza nuestro ciclo vital.
Porque lo cierto es que gastamos la vida y arruinamos la de los demás en una obediencia impropia de lo humano, poseer, atesorar, dominar. Al solo objeto de dispensarnos todo tipo de cuidados y consejos de laboratorio, ignorando lo que por naturaleza nos corresponde conseguir y disfrutar. Y lo hacemos justamente por esa morbosa obsesión por lo eterno, si no fuese por ella qué necesidad tendríamos de cometer semejante crimen. Nos sentimos uno a uno imprescindibles e insustituibles, pero no por la fuerza de la singularidad que por natural no demanda ese horror, sino por la excepcionalidad social que por artificial aspira a todo. 
Sea como quiera lo cierto es que asusta no ser eternos, tanto que no reparamos en que por su falta de utilidad se convierte y nos convierte en una temeridad.

Eternidad y temeridad

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