El grito

A la orilla de abril los grajos abrigan sus cantos con pieles de corderos para que no fenezcan al cruzar el abismo del grito y alcancen permanencia en el sereno mutismo.
En esa imagen se resume nuestra vital necesidad de silencio, de acallarnos y recogernos en una celebración reflexiva capaz de serenar nuestro ánimo y animar nuestra voluntad en pos de tener de verdad conciencia de las cosas, y salvarnos así de ser objeto de sus dudosas conciencias.
También de esas de las que nos servimos y de las que consumimos sumidos en la creencia de que las tomamos y ninguna de ser tomados, de que las degustamos cuando nos saborean.
En este perverso proceso de alienación a que nos somete la desidia de consumir sin pensar, de pensar sin idea de reflexión y sin atender a nuestra indiscutible y sana singularidad, se nos cosifica y diluye en una fantasía, quizá mero espejismo, en el que todo gira en torno a nosotros cuando somos nosotros los que giramos en torno a todo como peonzas sin niño ni inocencia que nos arrope.
Y cuando tomamos conciencia de ello, deseamos gritar más que hablar, hacerlo tan fuerte que los demás entiendan que hemos tocado fondo en ese mar de atendida indiferencia en que vivimos.
Y gritamos, pero nuestros gritos mueren abrasados por el fuego de ese abismo que es el propio grito, y nuestras pieles de cordero abrigan las mentiras de los que han hecho que el ruido sea nuestra única esperanza de silencio.

El grito

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