Dignidad e indignación

estamos indignados, la indignación es nuestro estado de gracia y ser en la desgracia, no es la primera vez, ni tampoco la última, es más, no es entre nosotros la excepción sino la regla.
Hay motivos para ello, lo sé, y me reconozco en ellas como un ser de razón, y es en esa creencia donde se esconde el error. La indignación no atañe a la razón sino a la gestión directa de los sentidos por parte de los sentimientos, vemos, tocamos, olemos, saboreamos y escupimos bilis sin detenernos a reflexionar sobre el porqué de aquello que nos conduce a ese estado de agitación.
Ocurre que no toda la culpa es nuestra, nosotros ponemos la enajenación de esa rabia que conduce al odio y otros ponen las razones que a ella conduce por la sencilla razón de que nada hay más rentable que alimentarla, porque, curiosamente, bajo el peso de su naturaleza nos tornamos en mansos corderos que pueden conducir a su antojo hacia esos espacios de consumo en los que no ordena la calidad sino la dudosa e inflamada pureza de la causa.
Por otra parte, estar indignados nos convierte además de puros y esforzados, en inocentes, esa es su excelencia al margen de los intereses empresariales de tal industria. Nos decimos, si estoy indignado es porque ni admito, ni consiento, ni comparto eso que se nos antoja indigno. Y es por eso que le tenemos ese apego al desapego de no pensar que la dignidad nada tiene que ver con indignación sino con su airada renuncia.

Dignidad e indignación

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