Ceibar

Las vacas de mi abuelo, paquidermos de grandes ojos, eran pacíficas hasta en el rumiar, como nosotros, y como nosotros lucían nombre y utilidad. Concebidas para la quietud parecían no ir ni venir, solo estar, magnífico entendimiento el suyo. Las recuerdo balanceando su continental anatomía al leve paso de sus rotundas pezuñas. 
Sin embargo, un día, camino de la ribera, levantaron la cabeza y miraron profundo, construyendo horizonte, tanto que sentí que nada escapaba a su mirar, se le rieron entonces los ojos y se arrancaron veloces como gacelas agigantadas por la luminosa estela de su mirada. Y desatendiendo al desespero de mi cuidado rasgaron las verdes sargas de los trigales después de quebrar los portillos que los cercaban.  En esos momentos no supe si correr tras ellas o rezarle a San Antonio, único santo, según mi abuela, capaz de andar por aquellos serenos andurriales. Al final las seguí gimiendo y casi ya al borde del llanto las vi detenerse mansas y mansamente dejarse reconducir. Cuando se lo referí a mi abuelo, me miró profundo, como construyéndome, tanto que me sentí respirar en su mirada, para sentenciar, “ya te dije que se podían “ceibar” (liberar). Pude preguntarle por el significado, pero, para qué, lo había visto en los ojos de las vacas.
Más tarde oí de nuevo esa palabra a un grupo de música folk referida a Galicia, y lo entendí de nuevo sin que nadie me lo explicara, lo había visto en lo ojos de mi abuelo. 
 

Ceibar

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