Animalidad

El ser trágico del ente social de Europa lo marca la utopía. En su consecución agotamos nuestras fuerzas y aquellas que nuestro saber atesora. Nos hemos fijado un imposible para ser posibles.
La cuestión parece encerrar contradicción, pero no la hay. Si fuese posible sobrevendría el caos, nos quedaríamos sin coartada, la utopía. Esa ausencia nos obligaría a tomar decisiones tendentes a poner coto a la primera ley de nuestro instinto, la depredación, el oportunismo del depredador.
Esa debiera ser la primera de nuestras tareas en la construcción de un verdadero ideal. Una vez superada esa elemental carencia en el respeto del prójimo, de no verlo como una presa, sería suficiente para que la justicia social fuese posible y no solo una posibilidad.
Sin embargo, para no hablar de ella, para no abordarla, no cesamos de rodearnos de palabras que expresan propósitos imposibles por ambiguos o vacíos: libertad, justicia, solidaridad, paz, amor…
Ninguna de ellas tiene sentido o expresa un sentimiento por más que nos empeñemos en otorgárselo.
Todas entran dentro de esas ceremonias a las que alude Pessoa cuando afirma: “Ese culto a la humanidad, con sus ritos de libertad e igualdad, me pareció siempre una forma de revivir los ritos antiguos, cuando los animales eran considerados dioses y los dioses tenían cabeza de animal”.
Eso somos y de eso ejercemos, sin querer saberlo, en aras de una civilidad que no es sino mera cosmética.

Animalidad

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