Adela Cortina, en su libro “Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia” señala que “Trump ganó las elecciones con un discurso aporófobo no xenófobo. No ataca a los extranjeros en general sino a los mexicanos pobres”. También reflexiona sobre que no repugnan los árabes de la Costa del Sol, ni los alemanes y británicos dueños ya de la mitad del Mediterráneo pero sí los gitanos apegados a su forma de vida tradicional; los inmigrantes del norte de África, que no tienen que perder más que sus cadenas; los latinoamericanos con escasos recursos... El problema no es de raza ni de extranjería: es de pobreza.
Desgraciadamente los insultos, las humillaciones, los desprecios, las palizas… son delitos de odio demasiado habituales en muchas sociedades occidentales, en los últimos años, por culpa del odio al pobre y por eso la mitad de los sintecho afirman ser víctima de agresiones violentas. De ahí que cada vez sea más importante y necesario educar para la inclusión y la cooperación y no para el conflicto.
Muchos nos preguntamos ¿qué culpa tiene el pobre de no tener dinero? En realidad, es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, razas y etnias habitualmente sin recursos y como todo hay que decirlo: “solo los imbéciles se permiten el lujo de profesar este tipo de odios”. Kant, el filósofo, ya había establecido tres tipos de ideales: la ética de los demonios estúpidos, la de los demonios inteligentes y la de las personas, amén de inteligentes, justas y solidarias. Los primeros excluyen a otros en cada esfera social; creyendo que no tienen nada interesante que ofrecer; los segundos tratan de averiguar con quiénes interesa sellar pactos y las personas reconocen el valor, en sí mismo, de cada ser humano.