Elvira, devoradora de libros

Elvira es mi lectora más leal y apasionada. Una fan que adrede no distingue la paja del grano y oculta mis yerros como si fuesen erratas y mis ignorancias enciclopédicas como perspectivas de un texto donde solo ve el lado bueno. Y Elvira es un cerebro tremendamente armado. Culta. Inteligente. Erudita. Educadora. Devoradora de libros. De ahí que, con respecto a sus correcciones o advertencias para conmigo, recuerde lo que dice un personaje del cineasta Garcí, “uno no envejece cuando ama”. Y mi enredadora de papeles en zapatillas me retrotrae a mi columna “Coraje” sobre el escritor Israel Yehoshua y su obra “La familia Karnowsky”.
Mi asidua lectutora se ha apresurado a llamarme por teléfono. ¿No crees qué tu análisis ha sido superficial frente a los analistas nacionales y extranjeros que se inclinan por señalar los capítulos finales –reencuentro del padre Georg con su hijo pródigo Yegor en trágicas circunstancias– como la descripción del afecto paternofilial y viceversa más hermoso, diáfano y poético narrado a lo largo del siglo XX.
Un suicidio para huir de la humillación tras haber consolidado su venganza con el horripilante doctor Siegfriel Zerbe que le prometiera devolverlo a Alemania, hacerlo ario y únicamente lo besara en la boca con sus viscosos labios…
Su padre intenta resucitarlo. Ve la sonrisa del hijo que regresa y suplica comprensión y perdón… Sus palabras eran entrecortadas y tenía la voz ronca, pero estaban cargadas de amor, tiernas y cálidas, como desde hacía años el padre había anhelado ori en boca de su hijo…
Las manos del doctor Karnowsky eran fuertes, seguras y tranquilas. Y al igual que sus manos, su ánimo era sereno y estable. Una lección de anatomía inmortalizada por un gran pintor. Rompiendo el silencio de la noche se oyó el rímico y lento golpeteo de unas herraduras sobre el pavimento de la calle. La familiar voz ronca del lechero mandaba detenerse a su caballo: “¡So! Mary, ¡so…!

Elvira, devoradora de libros

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