Los cantos rodados

Para ti y para mí, más o menos, equivalen a la singladura de los argonautas –Jasón como piloto– tras el vellocino de oro. O también un Ulises celta corriendo el océano Atlántico y tierra de Breogán al objeto de rescatar la piedra del destino. Acaso topar el “Casta Diva” de Norma, la seductora sacerdotisa druida, empedrando su coloratura sublime por la partitura de Bellini.
Todos etapas y puentes tendidos al itinerario infantil cuando preguntabas sobre “los cantos rodados”. Piedras –te replicaba–, particularmente, la redondeada y alisada por el arrastre. Y tu terquedad: “No lo entiendo”. Yo tenía dificultades para explicártelo mejor y tú para comprenderlo, quizás por ser de letras –licenciaturas de Derecho y Filología Hispánica, respectivamente– y no irnos las ciencias naturales.
Pero no dudo de que nuestro hogar, idiosincrasia y alegría están en la infancia que guarda siempre los recuerdos vividos. Tal sinceridad radicaba en la inocencia recíproca. Cuando yo aceptaba a pies juntillas  lo que me decías, enjugaba tus lágrimas por una “perrencha” o velábamos la noche por una contrariedad de niña caprichosa elevada a categoría de hecatombe… Y tú creías mis historias: rescate de tu madre prisionera en el castillo de San Antón (entonces isla) y la cicatriz dejada en mi oreja por el disparo del centinela o las huellas del platillo volante posado en la playa de Barrañán.
Son peldaños de una escalera que has subido con tu marido e hijos. También, sin duda, en la oposición pública ganada por tu esfuerzo. El trabajo bien hecho. Tus escritos no publicados. La luz única coruñesa que hiere los vasos de cerveza vacíos.
El amor es un estallido silencioso que anega cualquier relación. Quiero y no quiero querer… Únicamente las personas que han recibido educación son libres, corteses y cultas. Por eso no me pidas que te juzgue. Evoco nostálgico a Vigo cuando ganaste el campeonato infantil gallego de natación y reías como una loca…

Los cantos rodados

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