Arbolada de palabras

Se setaron en el banco que yo ocupaba. Tres hijas de Eva. Coja, miope y sorda. Menos mal que estos defectos solo se les veían, respectivamente, al caminar, ponerse gafas para ver sueños o no oír al hablarle con tono alto. Las tres altas, huesudas, estridentes en medio de la rúa del Percebe. Una hablaba incontenible. Un torrente de palabras que taladraba los oídos. Su boca era escoplo golpeado por un martilleo de voces tallando granito. Mujer a la que el piropo de un muchacho andaluz compararía con la Virgen: ¡La madre de Dios, qué loro! Las amigas escuchaban atónitas, perplejas. Cual si fuese con ellas aquella “balancera”…
Había muchos oficios en la ciudad –insistía la oradora–. Mi abuela me hablaba de los gremios: cordelería, damas, tinajas, mareantes, panaderas, etc. etc. También casa de la moneda y sinagoga judía. Más tarde, durante la bicha incivil, cerca del cementerio alemán, los moros construyeron otro orientado al amanecer. Pero de eso no quería hablarse. Los victoriosos por las penurias pasadas y los perdedores por sus ilusiones rotas y persecuciones. Entonces había mandaderas y propios. Y salones de limpiabotas de alto copete, sin olvidar los de los bares que también vendían tabaco y otras menudencias. No olvidemos a los serenos y su manojo de llaves, aguadores, castañeros, heladeros, faroleros, cobradores de recibos, pescadoras, carniceros y los ultramarinos que vendían de todo.
Urbe de servicios, horteras, empleadillos de banca, acuartelamiento de tropas como correspondía a la VIII Región Militar o la Audiencia Territorial. Algún sinvergüenza accedía a la función en el Rosalía envuelto en su capa con una mano arriba y otra abajo diciéndole al portero: “¡El fagot!”. Días de turbulencias para ver un paliducho individuo seguido por una pareja de la benemérita, que acudía a la cárcel a cumplir su siniestro cometido… Charlatanes, funcionarios de abastecimientos, lavanderas, planchadoras, médicos...

Arbolada de palabras

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