Debates por ley

Nos hemos pasado la mitad de la campaña chapoteando sobre el caldo de los debates, discutiendo cuántos, dónde y con quién deberían celebrarse, para acabar tomando dos tazas en 24 horas. Los analistas andan midiendo quién fue el ganador de los encuentros y preguntándose si han podido mover voluntades entre el gran banco de indecisos. 

La masiva audiencia que han tenido ambos debates –casi nueve millones el de RTVE y más de nueve millones y medio el de Antena3–demuestra que quienes realmente hemos ganado somos los electores. 

Y si realmente los candidatos no han conseguido mover al electorado que duda, los partidos podrían ahorrarse en un futuro el esfuerzo económico y personal de los mítines, que prácticamente han quedado como actos de liturgia onanista.

Habría sido muy bueno poder medir sus efectos con nuevas encuestas electorales. Pero no es posible, porque desde el lunes los medios de comunicación no pueden publicarlas. Es una de esas normas, junto a la jornada de reflexión o el inicio formal de la campaña, que rigen las campañas electorales del siglo XXI con criterios del siglo pasado. Cabría preguntarse si estos sondeos son instrumentos que ayudan a los ciudadanos indecisos, sean muchos o pocos, a determinar su voto. Si la respuesta fuese negativa, deberíamos ahorrarnos también esfuerzos en hacerlas y analizarlas con pormenor dada su inutilidad.

Pero si la herramienta puede servir para que los votantes, junto a otros criterios, puedan configurar su decisión final, no se entiende su prohibición a mitad de campaña. Es, además, una antigualla que casa mal con un mundo global incapaz de impedir que sondeos publicados al otro lado de la frontera lleguen a nuestras pantallas a través de internet, aunque sea a través de juegos hortofrutícolas. 

Y parece poco democrático que los partidos puedan seguir testando nuestra opinión en sondeos internos mientras a la ciudadanía le está vedado su conocimiento. Como si fuéramos menores de edad. 

Debates por ley

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