Por qué funciona mal España

Que nuestro país funciona mal es una obviedad. Lo sabemos nosotros y Europa ya ha dicho que teme que España no sea capaz de utilizar todos los fondos europeos que nos van a regalar para salir de esta crisis. Ya ha pasado en ocasiones anteriores y con Gobiernos de diferente color. El Covid llegó, nos pilló desprevenidos, se reaccionó tarde, se gestionó mal, se politizó en lugar de buscar soluciones y los resultados ya se han visto. Ni siquiera somos capaces de fijar el verdadero número de muertos. La gestión de la pandemia, primera, segunda y las olas que vengan, está siendo penosa. Los estados de alarma son más una herramienta para que el Gobierno eluda sus responsabilidades que un instrumento de eficiencia. La vacunación, otro tanto, independientemente de que las responsabilidades sean del Gobierno central o de los autonómicos. Y si nos vamos a Filomena, basta salir a la calle casi una semana después para ver que tampoco hubo previsión, aunque había datos, se actuó tarde y el colapso va a provocar daños difícilmente reparables para muchos. Si hablamos de la crisis económica de hace años y del Plan E del expresidente Zapatero, podemos escribir un libro. Ojalá no se repita ahora, aunque los indicios no son buenos.

Una de las razones importantes de esta ineficiencia reiterada es lo que el profesor Alejandro Nieto llama “la organización del desgobierno”. Una de las grandes reformas que verdaderamente necesita España es la de la Administración o, si quieren, de las Administraciones públicas. No hay que acabar con el Estado de las Autonomías, que yo creo que fue un acierto, pero sí con todas las ineficiencias y disfuncionalidades que los políticos han creado durante estos años, multiplicando órganos innecesarios, duplicando leyes y funcionarios, transfiriendo competencias por razones políticas y creando un Estado ineficiente en el que unos y otros dicen que la culpa es siempre del contrario. En lugar de reducir la burocracia, se ha multiplicado y en lugar de la primacía de la ley, lo que ha crecido es la inseguridad jurídica, con dieciocho legislaciones diferentes en muchos casos, un laberinto en el que ciudadanos, inversores y empresarios caminan con los ojos cerrados o, mejor, tapados.

Tenemos una Administración vieja, más cerca del siglo XIX que del XXI, incapaz de prever, lenta en la tramitación, pasiva en la respuesta, tecnológicamente en la edad del papel y ante la que para el ciudadano sigue siendo muy difícil recurrir decisiones injustas. Hay excepciones, como la Administración Tributaria, lo que significa que si se quiere reformar, se puede. La descoordinación de las Administraciones es casi absoluta. Muchas, por ejemplo la de Justicia, operan con sistemas diferentes que no pueden comunicarse ni interoperar con los demás. Falta un esquema de responsabilidades concretas, compartidas o individuales y eso permite a los políticos echar la culpa a los otros y no asumir sus responsabilidades. Y, por si fuera poco, crece el número de altos cargos de la Administración que, contraviniendo la ley, carecen de conocimientos, competencias o preparación para asumir esas responsabilidades y que, además, están dispuestos a ceder lo que sea para mantenerse en el poder.

Antes que muchas otras leyes, urge la reforma estructural y la modernización de la Administración, acabar con la mala organización de los recursos públicos y con la peor gestión de los mismos, la duplicidad de muchos y la carencia de otros. Y eso, otra vez más, necesita consensos importantes no solo parlamentarios sino también de los funcionarios --muchos excelentes, la gran mayoría hartos de parches y de estar mandados por incompetentes–, de sindicatos, y fuerzas económicas y sociales. Pero de esto, que hace funcionar mal a todo un país, y que es Política con mayúsculas, no escucharemos hablar a los políticos. 

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