El control del poder

Seguramente, el asunto clave para que una democracia funcione y sea estable es el control del poder político. Y eso exige una Administración pública transparente; una oposición que disponga de herramientas y poder real para controlar al Gobierno; unos partidos realmente democráticos; que existan organismos públicos de control efectivos, eficientes y verdaderamente independientes; unos medios de comunicación críticos y plurales –lo de la independencia de los medios es una falacia–; unas leyes que tipifiquen con claridad las conductas punibles; y, sobre todo, una justicia, aún más independiente, que persiga las extralimitaciones del poder, las sancione con cierta rapidez y proporcionalidad y que haga que se cumplan las sentencias. Y, si me apuran, una sociedad estructurada, organizada, que no se limite a votar cada cuatro o cinco años sino que sea capaz de influir sobre quienes gobiernan.
Dicho así, sin ánimo de parecer exhaustivo, parece fácil. Y hasta un examen superficial de nuestra democracia –y de otras vecinas o similares– podría revelar que se cumple lo básico. Pero si profundizamos, sería una ingenuidad creer que el poder político está controlado o que la sociedad hace algo más que votar cada cuatro o cinco años. Por el contrario, los hechos dan a entender que la impunidad y la inmunidad han estado instaladas entre nosotros hasta hace poco, tal vez todavía, y que, al menos hasta ahora lo que ha sucedido es que unos y oros han aceptado que el poder lo controlara todo y que quienes tenían que ejercer el control mirara hacia otro lado. Hoy por ti, mañana por mí, especialmente populares y socialistas, también los nacionalistas y, en los últimos años, los podemitas, todos han hecho lo que han podido para que el control no existiera. Y lo han conseguido.
Si acaso, con dos excepciones. La Justicia está persiguiendo una parte de esos delitos y, aunque lo haga con cierta lentitud, la inmensa mayoría de los jueces están ejerciendo su independencia. La otra excepción son los medios. Sin las denuncias de algunos medios, una buena parte de los delitos del poder no habrían llegado a los tribunales. Estos días se puede ver en el cine una excelente película que narra la lucha de la prensa norteamericana, concretamente de The New York Times y de The Washington Post, por defender el derecho a la información frente a las imposiciones del poder. Y hay una frase de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos que debería figurar enmarcada no sólo en las redacciones de todos los medios de comunicación del mundo, sino, sobre todo, en todos los despachos de los gobernantes. El periodismo -dice el Supremo norteamericano para ratificar el derecho a la libertad de información frente a la censura del poder-, “no debe estar al servicio de los gobernantes sino de los gobernados”.
Si queremos prevenir la corrupción hay que aumentar los controles de las Administraciones, dotar de más medios a la Justicia y hacer posible que los medios no acaben devorados por el poder. El descontento de los ciudadanos con los políticos seguramente radica en que no creen que los que han escapado o quieren escapar del control sean los que tienen que poner en marcha esos mecanismos que devuelvan el vigor a la democracia.

El control del poder

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