La vieja Spain goza de buena salud

¿Quién dijo que a esta España, la del posible sorpasso de los morados, la de las alcaldesas Ada y el Hada Buena, no la iba a reconocer ni la madre que la parió? Qué va: la España eterna, la de la picaresca de Rinconete y Cortadillo, la de los hijosdalgo, la de los ricos muy ricos y los pobres muy pobres, sigue existiendo. Como sigue existiendo, ya se ha visto en los debates sobre el Brexit, que se mantiene ese Reino Unido, o no tan unido, con su espléndido aislamiento, sus chaquetas de tweed y sus bombines paseando por Bond Street. Que son, estos últimos, los que quieren salir de la UE, dicen que con la nonagenaria reina Lilibeth a la cabeza, mientras los jóvenes de varias razas y procedencias están por la permanencia en la Unión.
Cuestión de edad, dicen allá, en las islas, y aquí, en la península: los mayores están allí por la Inglaterra victoriana, y los jóvenes, por encuadrarse cada vez más en esa Europa donde se conduce por el lado equivocado. Aquí, los sociólogos te dicen que los jóvenes muy jóvenes se decantan por Podemos, y los mayores de 60 o 65, de manera mayoritaria por el PP; se supone que, para evitar las dos Españas, los demás andarían, entonces, basculando entre el PSOE y Ciudadanos... Ya veremos el domingo cuánto aciertan los semáforos demoscópicos. El caso es que la edad parece tener peso en las urnas del referéndum cameroniano y en las que, aquí en casa, tienen que elegir al sexagenario Rajoy o al treintañero Pablo.
Claro que las cosas no son tan fáciles, ni pueden siempre explicarse en meros términos generacionales, aunque este factor no carezca de importancia. Veo conductas muy antiguas en algunos emergentes, y otros atavismos a los que no sé qué etiqueta generacional ni qué emergencia ponerles. Lo digo de pasada: hay por aquí cosas que afortunadamente perviven. Trate usted, por ejemplo, de conseguir una entrada para la corrida del siglo, esa que enfrentará a José Tomás y El Juli el 10 de agosto en San Sebastián; sí, en esa Donostia de la que Bildu trató de erradicar la fiesta nacional. O mire usted las actuaciones, no sé si en contra o a favor de ese cándido ministro del Interior que es Jorge Fernández, de esa policía patriótica que parece capaz hasta de poner un micrófono en el despacho del máximo responsable de la seguridad; ¿no le recuerda el chusco episodio el aroma de otras épocas policiales, la omnipresencia de Pepe Gotera y Otilio, esos chapuzas que todo lo joden y que son la quintaesencia del ser nacional?
No es, pues, que vuelvan, a España y al mundo, aromas de los años cuarenta, incluyendo a Manolete aquí y un cierto sabor de guerra fría por ahí. Que esas cosas, la guerra fría digo, con Putin y Trump conviviendo y mandando bajo el mismo cielo, serían muy pensables. Como nos retornan sugerencias de la eterna Inglaterra, esa que, en los días de niebla, pensaba que el continente se ha quedado aislado. No es que vuelvan aquellos años: es que nunca se fueron del todo. España sigue siendo, en parte y por parcelas, el país cainita, envidioso, cerril, con bajísima autoestima y donde más paro existe, mientras es también la nación donde más crece el número de millonarios. A ver si va usted a creerse que, porque hayan indultado por decreto al toro de la Vega, hemos cambiado. Nada: los viejos demonios hispanos, como las manor houses británicas, puede que hayan tratado de ser oficialmente erradicados, pero haberlos, como las meigas, haylos, qué le vamos a hacer. Y gozan de bastante buena salud.

La vieja Spain goza de buena salud

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